ACTIVIDAD PELIGROSA De generación, distribución y comercialización de energía eléctrica.
- Omisión de cumplimiento de los reglamentos.
- Deber del agente de no crear riesgos y de evitar los resultados dañosos.
- Actividades que se caracterizan por su peligrosidad.
- Reiteración de las sentencias de 14 de marzo, 18 y 31 de mayo de 1938. Presunción de culpa del artículo 2356 del Código Civil.
- Imprevisibilidad del daño.
- Concepto y estructuración de los elementos que El contenido de este boletín es de carácter informativo.
- Se recomienda revisar directamente las providencias. Boletín Jurisprudencial Sala de Casación Civil Bogotá, D. C., 28 de febrero de 2018 n.º 01 2 la distinguen de otros tipos de responsabilidad. Hermenéutica del artículo 2356 del Código Civil.
- Formas de desvirtuar la presunción. Eximentes y eventos que dan lugar a la reducción de la indemnización. (SC002-2017; 12/01/2018)
SENTENCIA COMPLETA:
CORTE SUPREMA DE JUSTICIA
SALA DE CASACIÓN CIVIL
ARIEL SALAZAR RAMÍREZ
Magistrado Ponente
SC002-2018
Radicación n° 11001-31-03-027-2010-00578-01
(Discutido en sesiones del 2, 23 y
30 de agosto; y del 6 de septiembre de 2017. Aprobado en Sala de esta última
fecha)
Bogotá D.C., doce (12) de enero
de dos mil dieciocho (2018)
Decide la Corte el recurso
extraordinario de casación que interpuso la parte demandada contra la sentencia
proferida el trece de noviembre de dos mil trece, por la Sala Civil del
Tribunal Superior del Distrito Judicial de Bogotá, dentro del proceso ordinario
de la referencia.
I.
ANTECEDENTES
A. La
pretensión
Rita Saboyá
Cabrera, Jhon Richard, Jheyson, Joseph Manuel y Luz Evelyn Umbarila Saboyá
demandaron a Codensa S.A. para que se la declare civilmente responsable de los
perjuicios que les ocasionó la muerte de José del Carmen Umbarila.
Solicitaron,
en consecuencia, se condene a esa empresa a pagar $5’963.493 por daño
emergente; $400’000.000 a título de lucro cesante; más los correspondientes
perjuicios morales.
B. Los hechos
1. El 25 de
junio de 2009, mientras intentaba subir un marco metálico de una ventana para
ser instalado en la fachada del tercer piso de su residencia, el señor José del
Carmen Umbarila hizo contacto accidental con uno de los cables de la red de energía
pública, sufriendo una descarga eléctrica que ocasionó su muerte fulminante.
2. Al
intentar reanimarlo, su compañera permanente Rita Saboyá sufrió quemaduras de
tercer grado en sus manos y brazos.
3. El
cableado que produjo el accidente no cumplía con las especificaciones de
seguridad señaladas en las reglamentaciones administrativas correspondientes, pues
no tenía el recubrimiento requerido ni
guardaba la debida distancia respecto de la vivienda.
4. El
occiso solventaba las necesidades del hogar, dado que su compañera permanente
dependía económicamente de él, así como dos de sus hijos y una nieta.
C. Excepciones formuladas por las demandadas.
1. Codensa
S.A. afirmó que corresponde a los demandantes probar los hechos en que se funda
la demanda y los perjuicios reclamados; sostuvo que la actora no cumplió la
obligación de estimar bajo juramento los perjuicios cuya indemnización
pretende; y formuló las excepciones de “ausencia de elementos axiológicos para
configurar la acción indemnizatoria”, “culpa
de la víctima”, y “culpa de las
víctimas por construcción irregular”. [Folio 99, cuaderno 1]
2. La llamada
en garantía Generali Colombia Seguros Generales S.A. coadyuvó las excepciones
presentadas por Codensa S.A., y planteó las defensas que denominó “la cobertura otorgada por la póliza se
circunscribe a los términos de su clausulado”; “ausencia de cobertura para los perjuicios extrapatrimoniales”; “existencia de deducible”; “objeción formal a
la estimación de perjuicios”. [Folio 57, cuaderno 2]
D. La sentencia de primera instancia
Mediante fallo del 19 de marzo de 2013, el juez a quo negó las pretensiones de la
demanda por considerar que los daños cuya indemnización se reclaman se debieron
a la culpa de un tercero; específicamente, por «el simple
hecho de la falta de licencia de construcción, pues como es de público
conocimiento, la zona donde se encuentra levantada la construcción del señor
Umbarila pertenece a los llamados barrios de invasión, en donde las
edificaciones son levantadas sin respetar los más mínimos requisitos de
planeación, sin que se pueda endilgar culpa alguna a la entidad demandada por
tal hecho». [F. 349]
E. La
sentencia impugnada
El 13 de noviembre de 2013,
el Tribunal revocó el fallo de primera instancia y, en su lugar, declaró a la
demandada civilmente responsable por la muerte del señor José del Carmen
Umbarila Garzón.
Como fundamento de su
decisión, afirmó que la responsabilidad que se endilga a la empresa demandada
deriva del ejercicio de una actividad peligrosa: la generación, distribución y
comercialización de energía, tal como ha sido calificada desde antaño por la
jurisprudencia «por su natural potencial
de causar daños», teniendo dicha acción su fundamento en el artículo 2356
del Código Civil. [Folio
37]
Bajo este régimen –agregó– al
demandante le corresponde probar solamente el daño y que éste está asociado al
ejercicio de la actividad peligrosa, pues la culpa se presume. A su turno, el
guardián de la actividad deberá demostrar, para librarse de responsabilidad,
que ese daño se produjo con ocasión de una causa extraña, como por ejemplo, la
fuerza mayor, un caso fortuito, o la culpa de un tercero o de la víctima. [Folio 38]
Con base en el dicho de los
testigos, el Tribunal concluyó que «de no haber estado el tendido
eléctrico allí, cerca del inmueble donde se encontraba el señor Umbarila, el
desenlace fatal del que se duelen los demandantes no hubiera ocurrido». [Folio
40]
Con relación a la causa
extraña que alegó la demandada para eximirse de responsabilidad, el juez ad quem consideró que el criterio del
sentenciador de primer grado no fue acertado porque la vivienda donde ocurrió
el accidente fue construida por cuenta de los demandantes. Luego, la
responsabilidad derivada de la falta de licencia de construcción mal podría atribuirse
al hecho de un tercero. [Folio 41]
Pero tampoco puede decirse
que hubo culpa exclusiva de la víctima porque, según la norma RETIE (Reglamento
Técnico para Instalaciones Eléctricas), la distancia mínima horizontal que debe
haber entre la vivienda y la red eléctrica pública es de 2,3 metros, y en el
presente caso la demandada instaló los cables a 1,8 metros, es decir que aun si
los actores no hubieran infringido las normas de construcción al acercar el
segundo y tercer piso a la red pública de energía eléctrica, de todos modos la
convocada quebrantó los reglamentos administrativos que se expidieron para
evitar daños a los usuarios del servicio público de electricidad.
La Nota 11 del RETIE
establece que en los lugares donde el espacio disponible no permita cumplir con
las distancias requeridas, «la separación se puede reducir en
0,6 metros siempre que los conductores, empalmes y herrajes tengan una cubierta
que proporcione suficiente rigidez dieléctrica para limitar la probabilidad de
falla a tierra en caso de contacto momentáneo con una estructura o edificio.
Para ello, el aislamiento del cable debe ser construido mínimo, con una primera
capa de material semiconductor, una segunda de polietileno reticulado y otra
capa de material resistente a la abrasión y a los rayos ultravioleta.
Adicionalmente debe tener una configuración compacta con espaciadores y una
señalización que indique que es cable no aislado».
Estas directrices –concluyó el
Tribunal– no se cumplieron en el sub lite
según lo declaró el experto que acudió al juicio a rendir su concepto técnico,
quien refirió que no se respetaron las distancias mínimas y la red se
encontraba desnuda. [Folio 46]
El sentenciador de segunda
instancia consideró que el hecho de que la víctima se electrocutara por estar
maniobrando unos instrumentos metálicos no es razón suficiente para atribuirle
el resultado dañoso a su propia negligencia, porque el factor decisivo del
accidente fue la violación de reglamentos de la demandada y no la conducta del
occiso, quien no realizaba ninguna labor relacionada con la manipulación de las
redes eléctricas y no habría sufrido la descarga de no haber sido por el
descuido de la empresa Codensa. [Folio 46, cuaderno del Tribunal]
Si bien es cierto que la
vivienda de la víctima no cumplió con las normas de construcción al acercar el
segundo y tercer piso al cableado eléctrico público, el punto que el Tribunal
encontró relevante fue que, desde antes, sin intervención alguna de los
demandantes, ya existía el riesgo de contacto eléctrico. Luego, «mal podría sostenerse que en la producción del resultado intervino el
señor Umbarila, si desde antes estaba expuesto al contacto con las redes, por
virtud de su cercanía con el inmueble». [Folio 47]
Las anteriores razones condujeron
al juzgador de segunda instancia a concluir «que Codensa S.A. E.S.P. debe responder por los daños que se les
irrogaron a los demandantes por el deceso del señor José del Carmen y,
concretamente, a la señora Saboyá por los que pudo sufrir al tratar de
ayudarlo; ello en virtud del parentesco de los hijos con el difunto, y la
señora Saboyá en su condición de compañera, calidad de la que dan cuenta las
declaraciones de todos sus hijos y el de la citada señora Castellanos».
[Folio 47, c. Tribunal]
En consecuencia, condenó a la demandada
a pagar a favor de Jheyson Umbarila la cantidad de $2’756.997 por concepto de
daño emergente; a la señora Rita Saboyá Cabrera $218’238.288 por lucro cesante
futuro más $45’000.000 por perjuicios morales; para Luz Evelyn Umbarila Saboyá
$13’471.578 por lucro cesante más $30’000.000 por daño moral; y a Jheyson,
Joseph Manuel y Jhon Richard Umbarila $25’000.000, para cada uno, por concepto
de perjuicios morales.
Con relación a la aseguradora
llamada en garantía, la condena se limitó al monto de $2’756.997 por concepto
de daño emergente, negando los demás rubros pertenecientes a los perjuicios
extrapatrimoniales, por no estar cubiertos por la póliza. [Folio 62, cuaderno Tribunal]
II. LA DEMANDA DE CASACIÓN
Codensa S.A. E.S.P. formuló demanda de casación con apoyo en cuatro
cargos, todos por la senda de la causal primera del artículo 368 del Código de
Procedimiento Civil.
PRIMER
CARGO
Acusó la sentencia de segunda
instancia por violar indirectamente los artículos 64, 2341, 2343 y 2357 del
Código Civil, como consecuencia de los errores de hecho manifiestos y
trascendentes en que incurrió el Tribunal en la apreciación de las pruebas.
Señaló que la decisión del
juzgador de segunda instancia fue errada porque en el proceso quedó demostrado
que la causa del accidente fue la conducta de la víctima, por lo que el hecho
de que la distancia horizontal entre el perímetro de la vivienda y el cableado
público fuera inferior a los 2,30 metros no tiene ninguna relevancia causal.
Agregó que a partir del
análisis del acervo probatorio se deduce que «aún si la distancia horizontal entre la vivienda y el cableado hubiese
sido la establecida en el reglamento (2,30 metros), en todo caso el accidente
se habría producido, pues éste se ocasionó porque las víctimas de manera
imprudente acercaron la construcción a la red de energía al edificar dos pisos
adicionales y una terraza sin respetar las normas de construcción, aunado al
hecho de que la víctima directa manipuló de forma culposa unos elementos
metálicos». [Folio 34, cuaderno Corte]
El Tribunal no valoró la
declaración del representante legal de Codensa ni los documentos que aportó al
proceso, en los que consta que la red de energía se instaló en la vivienda en
agosto de 2007. Este hecho también quedó probado con el concepto técnico que
rindió el señor Luis Felipe Pérez, el cual fue omitido por el juzgador.
De igual modo, dejó de
apreciar las declaraciones de parte rendidas por Rita Saboyá, Joseph Umbarila
Saboyá, Jheyson Umbarila Saboyá y Luz Evelyn Umbarila Saboyá, quienes afirmaron
que a la edificación se le hicieron unos voladizos para finales del 2008 y
comienzos del 2009 que acercaron el segundo y tercer piso a la red de energía
eléctrica, sin contar con licencia para ello. Asimismo, aseveraron que el señor
José del Carmen Umbarila estaba manipulando un marco de ventana metálico de
aproximadamente 1,80 metros, de manera que aunque la red eléctrica hubiera
cumplido con las reglamentaciones administrativas sobre la distancia mínima
respecto del inmueble, de todos modos el accidente habría ocurrido. [Fl. 42]
«De haber apreciado las pruebas pretermitidas
–continuó– el tribunal habría tenido que concluir necesariamente que el señor José
del Carmen Umbarila, al igual que los demandantes Rita Saboyá y Jheyson
Umbarila, incurrieron en una culpa que determinó la ocurrencia del accidente,
al modificar la construcción sin el cumplimiento de las normas respectivas,
haciendo voladizos que acercaron peligrosamente la edificación a la red
eléctrica».
La culpa de la víctima –concluyó–
fue evidente porque manipuló elementos metálicos de gran tamaño cerca de las
redes eléctricas, sin tener cuidado en evitar tocar los cables, sobre todo
cuando sabía que la distancia que había entre la construcción y la red eléctrica
era reducida.
SEGUNDO
CARGO
Acusó la sentencia de violar
indirectamente los artículos 2341, 2343, 2356 y 2357 del Código Civil, como
consecuencia de los errores de hecho manifiestos y trascendentes en que
incurrió el Tribunal en la valoración de las pruebas.
Señaló que para el
sentenciador ad quem la única causa
de los perjuicios sufridos por los demandantes fue la conducta de Codensa,
descartando que el comportamiento de la víctima y de los demandantes haya
tenido alguna relevancia causal en la ocurrencia del accidente, a tal punto que
«ni siquiera podría hablarse de una
concurrencia de culpas», pues el señor Umbarila estaba expuesto al contacto
con las redes por virtud de su cercanía con el inmueble.
De haber apreciado el
juzgador de segunda instancia las pruebas que obran en el proceso, tales como
las declaraciones de los demandantes y el concepto del experto Luis Felipe
Pérez Gómez, habría concluido que existió una exposición imprudente al daño por
parte de la víctima directa del accidente.
En criterio del impugnante,
al analizar las afirmaciones de los actores, se observa que todos ellos
coincidieron en que el señor Umbarila maniobró un ángulo metálico de
aproximadamente 1,80 metros de longitud, exponiéndose a la red eléctrica
pública sin tomar ninguna medida de precaución y pasando por alto la cercanía
de la vivienda al cableado público; proximidad que no se debió a la negligencia
de Codensa sino a la infracción de las reglamentaciones sobre construcción,
pues al segundo y tercer piso de la edificación se les hicieron unos voladizos
que expusieron imprudentemente a la víctima al contacto con la red eléctrica.
Adujo que cualquier persona
medianamente prudente que advierte la presencia de una red eléctrica cercana, y
que además conoce los peligros que representa manipular materiales conductores
de carga eléctrica, habría adoptado elementales medidas de precaución para
evitar la ocurrencia de accidentes. [Folio 55]
No es posible concluir,
contrario a lo que hizo el ad quem,
que la única causa del daño fue la actividad de la empresa prestadora del
servicio de energía eléctrica, pues está demostrado que las víctimas modificaron
la edificación sin la respectiva licencia, exponiéndose a un mayor riesgo de
electrocución; lo que hacía necesaria una reducción de la indemnización en los
términos del artículo 2357 del Código Civil.
CONSIDERACIONES
Los cargos primero y segundo se resolverán de manera
conjunta porque ambos denunciaron supuestos errores probatorios en la
valoración de la incidencia de la conducta de la víctima en el
desencadenamiento del accidente que acabó con su vida, bien sea como factor
exclusivo de su propia calamidad, o por haberse expuesto al daño de manera imprudente.
1.
Postulados generales de la responsabilidad civil por actividades peligrosas.
Es bien sabido que nuestra jurisprudencia
explicó desde la primera mitad del siglo anterior que el artículo 2356 del
Código Civil consagra una presunción de culpa,[1] de suerte que para la
prosperidad de la pretensión indemnizatoria sólo se requiere que esté probado en
el proceso el daño y el nexo causal entre éste y la conducta del agente. Se ha explicado
que esta institución forma parte del régimen de responsabilidad subjetiva porque
la proposición jurídica hace expresa alusión a la posibilidad de imputar el
daño a la malicia o negligencia del agente como presupuesto necesario para imponerle
la obligación de reparar, y porque tal enunciado normativo se ubica en el capítulo del Código que
regula la responsabilidad común por los delitos y las culpas.
También se ha afirmado que tal
presunción se desvirtúa con la demostración de una causa extraña a la conducta
del agente, por lo que es intrascendente la prueba de la prudencia socialmente
esperable.[2]
Se ha sostenido, de igual modo, que
si el juicio de atribución de responsabilidad por el ejercicio de actividades
peligrosas prescinde del análisis de la culpa del demandado –puesto que éste no
puede eximirse con la prueba de la diligencia y cuidado–, entonces la
concurrencia de la conducta del agente con la de la víctima debe examinarse en
el ámbito de la “coparticipación causal”
y no como “compensación
de culpas”.[3]
Sin embargo, lo que realmente ocurre en estos casos es que ante la
insuficiencia de las explicaciones causales de tipo “naturalista” para solucionar
los problemas de coparticipación y de exposición al daño, los jueces terminan
acudiendo a un juicio fundamentado en la relevancia de la culpa de cada uno de
los sujetos intervinientes, tal como hizo el Tribunal en este caso cuando
concluyó que la negligencia de la demandada al no recubrir los cables con
material aislante y no cumplir la distancia reglamentaria fue el factor
preponderante en la producción del daño, de suerte que si esa infracción no
hubiera ocurrido, el accidente no habría tenido lugar. De ese modo el juzgador
acudió a un criterio de atribución que terminó confundiéndose con un juicio de
culpabilidad, pues su decisión se sustentó en el análisis concreto de la
incorrección de la conducta de la empresa por violar sus deberes de prudencia.
Es evidente que el sentenciador no
examinó la incidencia de la conducta de la víctima “sólo en términos causales”
como lo propone la teoría antes descrita, lo cual es explicable porque si
hubiera basado su análisis únicamente en el plano de la causalidad tendría que haber
concluido –en éste y en todos los casos– que la injerencia de la víctima en la
producción del resultado lesivo es tan relevante como la del agente, pues desde
una perspectiva “naturalista” todas las condiciones que intervienen en la producción
de una consecuencia son igual de necesarias, aun las que podrían considerarse
como obras del azar.[4]
De hecho, al haber sido la conducta de la demandada una abstención (por
no cumplir las medidas preventivas que le imponían los reglamentos), desde una
perspectiva de la causalidad lineal o determinista tendría que admitirse que no
tuvo ninguna injerencia en el efecto adverso, pues las inactividades no son ni pueden
ser causa de nada porque no son sucesos de la experiencia; de ahí que sólo
adquieren trascendencia para el derecho cuando el ordenamiento las califica
como omisiones jurídicamente relevantes.[5] Por
ello, el enfoque de la causalidad “natural”, material, física o mecanicista resulta
inútil para valorar tanto la conducta omisiva del agente como la incidencia de
la víctima cuando no hace nada para evitar el riesgo que ocasiona el daño, o cuando
se expone imprudentemente al peligro que no creó.
En la experiencia, un hecho nunca es producido por una sola causa,[6] sino por
condiciones infinitas (antecedentes y coexistentes, activas y pasivas)
imposibles de aislar para establecer con necesidad lógica cuál de ellas fue la eficiente
o preponderante en la realización de un suceso.[7] Desde la
perspectiva de la causalidad lineal de la física clásica o determinista, el
pasado en su totalidad es causa del presente y del futuro en su totalidad, dado
que el estado presente del Universo es el efecto del estado anterior y la causa
del estado que seguirá (LAPLACE,
1814), sin que pueda concretarse más; luego, la noción
de causalidad “pura” es demasiado vaga e inconclusa para que sea de utilidad.[8]
Hoy en día las ideas de causa, esencia, sustancia, o “naturaleza de la
cosa” no son objetos de estudio científico por ser ideas filosóficas
inextricables.[9]
En la actualidad, las ciencias (en sentido amplio) realizan observaciones desde
varios niveles de significado mediante distinciones que son conscientes de su
limitación contextual y de su sometimiento al imperativo de la selectividad de los sistemas, según el cual toda
explicación sobre los hechos presupone una elección de los datos que el
observador considera relevantes según el objeto de su investigación y las
teorías que gobiernan su ámbito de estudio.
En vez de buscar “nexos de
causalidad” mediante los procesos intuitivos que se usaban en el siglo XIX,[10] las ciencias
contemporáneas analizan fenómenos en masa susceptibles de cuantificación y
correlación estadística o aproximativa, o emplean métodos de formulación de
hipótesis para los sucesos particulares,[11] toda
vez que ninguna experiencia concreta puede describirse completa y directamente
mediante un enunciado que sintetice todas sus propiedades, por lo que es inútil
hablar del contenido causal de un enunciado fáctico (implicación material), pues lo único que puede admitirse son
vínculos lingüísticos en constante replanteamiento.[12]
Por ello, un análisis práctico del “nexo causal” entre los hechos masivos
o de repetición frecuente sólo puede contemplarse como correlaciones imperfectas
pero medibles en términos probabilísticos, tal como ocurre en el ámbito de las
ciencias naturales y la economía, en donde en vez de buscar “causas eficientes”
(¿por qué ocurrió?), más bien se indaga cómo ciertos factores pasados influyen
en el presente y el futuro mediante la observación de sucesiones habituales o
series estadísticas cambiantes y contingentes (¿cómo ocurrió?).[13]
En el derecho, como no se analizan fenómenos en masa sino acontecimientos
particulares, únicos e irrepetibles, la construcción de enunciados probatorios
no precisa de estudios de probabilidad estadística sino de métodos de formulación
de hipótesis que toman como base criterios normativos que permiten considerar los
datos que se aportan al proceso como hechos con relevancia jurídica.[14]
Una interpretación causal sobre los
datos que interesan al proceso (enunciados) significa que los hechos probados (referencia)
son comprendidos con adecuación a un sentido jurídico (significado).
«La ciencia del derecho –explicaba
Kelsen– crea su objeto en tanto y en
cuanto lo comprende como un todo significativo».[15] El
acaecer adecuado a un sentido jurídico (causalidad adecuada) quiere decir que
los hechos de la experiencia deben estar jurídicamente orientados u ordenados
para que sean comprensibles para los efectos que interesan al proceso. Si falta
la adecuación de sentido nos encontraremos ante una mera probabilidad
estadística no susceptible de comprensión o interés para el derecho, por mucho
que la regularidad del desarrollo del hecho se conozca con precisión
cuantitativa.[16]
La causalidad que interesa al derecho es, entonces, la causalidad jurídica, es
decir la causalidad adecuada a un sentido jurídico, que es lo mismo que una
causalidad orientada por criterios normativos o de imputación: «…la
causalidad adecuada que ha sido adoptada por nuestra jurisprudencia como
explicación para la atribución de un daño a la conducta de un agente, debe ser
entendida en términos de ‘causa jurídica’ o imputación, y no simplemente como
un nexo de causalidad natural».[17]
La impotencia de los jueces para identificar
el nexo causal entre los
acontecimientos que interesan al proceso, en suma, no se debe a falta de
conocimientos jurídicos sino a que el problema
de la causalidad ha sido planteado por la tradición jurídica en términos filosóficos
que trascienden los límites especializados del derecho;[18] pasando
por alto que la misma epistemología se ha mostrado incapaz de explicar la
existencia de vínculos entre los hechos,[19] por lo que
en el estado actual del conocimiento científico la relación entre los hechos y los
enunciados sobre los hechos no se estudia en términos estrictamente epistemológicos,
sino como un problema de frontera que
involucra varios ámbitos como el uso práctico del lenguaje (giro lingüístico),[20] la
sociología del conocimiento, las teorías de sistemas, las ciencias cognitivas y
de la complejidad,[21] entre
otros enfoques integrados, solapados o interconectados.[22]
Es la filosofía, precisamente, la que advierte
sobre sus limitaciones para explicar las correlaciones causales entre los
hechos, por lo que no es posible asumir ningún enfoque epistemológico particular
para resolver los problemas de causalidad jurídica. De ahí que el derecho tiene
que depurarse y desprenderse del rezago metafísico que tradicionalmente ha
impregnado sus institutos: «Lo que se trata de señalar con esta
observación es que muchas veces el jurista está aceptando ingenua e
inconscientemente conceptos cuya consciencia rechaza. No quiere hacer filosofía
sino práctica, pero todo su lenguaje está impregnado de un aroma filosófico del
que no puede huir: causa, motivo, culpa, consentimiento, son términos que si no
son previamente conceptualizados desbordan el marco de la mera juridicidad para
inhalar el de ciencias afines: desde la sicología a la filosofía».[23]
Debido a la imposibilidad de adoptar un
enfoque filosófico particular que explique las relaciones causales en la fase
de elaboración de los enunciados probatorios, se torna necesario acudir a
criterios jurídicos (que no excluyan los aportes de las demás ciencias
contemporáneas) para la definición de los conceptos fundamentales del instituto
de la responsabilidad civil; para lo cual la teoría de la imputación resulta de
gran utilidad.
Con ello no quiere cuestionarse la injerencia
de las causas naturales en la producción de los resultados lesivos, pues eso
sería tanto como negar la realidad. Lo que pretende dejarse en evidencia es que
todo análisis causal en el derecho está prefigurado por un contexto de adecuación jurídica.[24] Sólo de
esa manera es posible endilgar un daño a una persona, por lo que la imputación de
las desviaciones (por acciones u omisiones) a los agentes que las condicionaron
queda definitivamente como una hipótesis que tiene que realizar el juez con
base en las pruebas que obran en el proceso, para lo cual los razonamientos de los
abogados de las partes como actividad sustentadora de sus alegaciones sobre los
hechos ostentan indiscutible predominio.
La imputación civil –se
reitera– no excluye el concepto de causalidad (cualquiera que sea su
significado filosófico o científico); simplemente acepta la evidencia de que las
relaciones causales no se dan en todos los casos (como en la responsabilidad
por omisiones o por el hecho ajeno); y siempre es insuficiente, dado que las
condiciones relevantes para el derecho no pueden seleccionarse sin criterios de
adecuación de sentido jurídico.[25]
Únicamente a partir de este contexto de sentido jurídico pueden elaborarse
enunciados probatorios de tipo causal, los cuales, por necesidad lógica, tienen
que ser razonamientos hipotéticos o abductivos (sea por acciones o por
omisiones).[26]
«Las explicaciones de razón expresan una
correspondencia no necesariamente causal entre dos hechos, de suerte que la
presencia de uno de ellos lleva al juez a inferir la existencia de otro según
un marco de sentido jurídico que otorga validez a dicha correlación que puede
ser con o sin causalidad (esto último ocurre en materia de omisiones, por
ejemplo). De manera que una persona puede originar un hecho desencadenante de
un daño y, sin embargo, el nexo causal por sí solo resulta irrelevante para
endilgarle ese hecho como suyo; como bien puede ocurrir que la autoría del
hecho lesivo deba ser asumida por quien no tuvo ninguna intervención o
injerencia física en el flujo de eventos que ocasionaron el daño. La atribución
de un resultado lesivo a un sujeto, en suma, no depende en todos los casos de
la producción física del perjuicio, porque el hecho de que una persona ocasione
directamente un daño a otra no siempre es necesario y nunca es suficiente para
cargárselo a su cuenta como suyo. Aunque la relación causal aporta algo a la
fórmula de imputación en la medida en que constituye una conexión frecuente o
probable entre la conducta del agente y el daño sufrido por la víctima, no
explica satisfactoriamente por qué aquél puede ser reputado artífice».[27]
No todas las circunstancias que pueden ser tomadas
en cuenta como causas físicas son relevantes para el derecho, pero la selección
de las condiciones relevantes para atribuir responsabilidad es siempre un
problema de sentido jurídico: entre más inferencias se consideren como causas jurídicamente relevantes habrá más
posibilidades de elaborar juicios rigurosos de atribución o de exoneración de
responsabilidad; mientras que si la “muestra causal” es pequeña habrá grandes
probabilidades de que el juicio de imputación quede a merced de la intuición o
la suerte. Las valoraciones causales, en suma, no recaen sobre “lo dado” por la
experiencia sino más bien en lo que de ella logra seleccionarse con dificultad.
El corpus finito de selecciones
causales que se extraen de un número indefinido e infinito de fenómenos no tiene
relación directa con la abundancia de pruebas que se aduzcan al proceso, porque
la masa de la producción probatoria no es anuncio de su suficiencia, puede
serlo de lo contrario: muchas pruebas pueden indicar pocas causas con
relevancia jurídica, mientras que pocas pruebas pueden señalar muchos factores
jurídicamente importantes. Un enunciado
causal tiene importancia por su coherencia, adecuación a la realidad, superación
de sesgos cognitivos, ausencia de hipótesis infirmantes y por su significado en
el contexto jurídico, no por el número de datos que logre acumular la evidencia
probatoria (un solo enunciado fáctico con relevancia jurídica tiene más peso
que mil confirmaciones de causas insignificantes para el derecho).[28]
Hay que memorar que ni siquiera en el ámbito de las ciencias naturales
es posible prescindir de una teoría (norma científica) que explique las
correlaciones causales como hechos de la naturaleza no sujetos a juicios de atribución.[29] «La
principal fuente del descubrimiento de nuevos hechos no son los hechos por sí mismos
sino su elaboración teórica y la comparación de las consecuencias de las
teorías con los datos observacionales. (…) Los datos aislados y crudos son
inútiles y no son dignos de confianza; es preciso elaborarlos, organizarlos y
confrontarlos con las conclusiones teóricas».[30]
De la misma manera que las ciencias naturales se valen de teorías como criterios
normativos para la comprensión de sus objetos de conocimiento, el derecho
emplea juicios de atribución para apreciar los hechos con relevancia jurídica,
pues para endilgar un daño a un agente y para valorar una conducta como
correcta o incorrecta según su adecuación a la prudencia, hay que partir de las
reglas de adjudicación y de comportamiento que establece el ordenamiento
jurídico. El hombre sabe o tiene que saber cuál es la solución correcta en cada
caso con relevancia jurídica en virtud de su entendimiento y posibilidades de
elección entre las alternativas que ofrece el ordenamiento jurídico,
independientemente de que como ser de la naturaleza las consecuencias de sus actos
están sometidas a leyes físicas.
El enfoque causal de la responsabilidad civil tuvo su origen en la ideología
del positivismo naturalista de la segunda mitad del siglo XIX, pero aparte de
ese breve período siempre ha sido una noción ajena al derecho, pues éste se ha cimentado
–desde los comienzos de la civilización y aún en la psique mítico-religiosa del
hombre primitivo–[31] en
juicios de imputación: «Es evidente que la ciencia jurídica no aspira a
dar una explicación causal de los hechos y que en las proposiciones que la
ciencia jurídica utiliza para describir su objeto se aplica el principio de
imputación y no el de causalidad».[32]
Las controversias que se suscitan en el
derecho –como las de coparticipación o exposición al daño en razón del
despliegue de actividades peligrosas– no pueden solucionarse en el ámbito
exclusivo de la causalidad “natural” o de cualquier concepto que con otro
nombre caiga bajo el espectro de la causalidad que acuñó la tradición filosófica,
pues ello desconocería el estado actual de la discusión sobre el problema de la
verdad que prescinde de connotaciones ontológicas para centrarse en una definición
pragmática;[33]
con el agravante de que la causalidad “material” es un recurso conceptual no
susceptible de demostración por pruebas directas (que son las únicas que las
partes pueden incorporar a un proceso civil), por lo que la exigencia de su
aportación implicaría obligar al demandante a que aduzca la prueba de un “nexo causal” que ni el más avezado
epistemólogo estaría en condiciones de suministrar, pues todas las interpretaciones
causales terminan relacionando la conducta del demandado con el daño sufrido
por el demandante mediante criterios de adecuación normativa y no de implicaciones
materiales.
Basta constatar que el nexo
causal no es un objeto perceptible por los órganos de los sentidos para admitir
de manera concluyente que no es un elemento susceptible de demostración por
pruebas directas sino por inferencias lógicas que el juez realiza a partir de
un marco de sentido jurídico que le permite comprender la evidencia probatoria
para hacer juicios de atribución. La falta de reconocimiento de tal situación
conduce a dejar de elaborar los enunciados probatorios con base en un argumentum ad ignorantiam (ausencia de
prueba como prueba de ausencia), pasando por alto que ‘la causalidad’ que interesa
al derecho no es un objeto que pueda hallarse en la naturaleza sino una hipótesis
que el juez debe construir.[34]
De ahí que cuando el comportamiento
que el agente despliega en ejercicio de una actividad peligrosa concurre con la
conducta de la víctima en la generación del perjuicio, o con la exposición de
ésta al daño que no produjo, no es posible resolver el problema de la
atribución de responsabilidad en el ámbito de la causalidad lineal determinista
(por imposibilidad lógica, jurídica y real),[35] pero tampoco es acertado
solucionarlo en el campo de la culpabilidad (por ir en contra de la presunción contenida
en el artículo 2356), por lo que hay que acudir a un criterio diferenciador
basado en la imputación.
Lo anterior deja al descubierto
que la imputación civil no es una postura caprichosa, ni obedece al deseo de
introducir novedades jurisprudenciales innecesarias;[36] sino que es un requerimiento
ineludible del instituto de la responsabilidad civil para señalar pautas claras
que permitan seleccionar las condiciones que se estiman jurídicamente
relevantes para atribuir responsabilidad tanto por acciones como por omisiones,
así como para valorar la incidencia de la conducta de las víctimas a partir de
sus posibilidades de creación de riesgos o de su exposición al peligro que no
crearon.
2.
El concepto jurídico de actividad peligrosa.
2.1. Es pacífica la posición
doctrinal que asume que el artículo 2356 obliga a quien realiza una actividad
peligrosa a indemnizar el daño que ocasiona a terceros en razón del despliegue
de esa conducta. A tal respecto, esta Corte ha declarado en varias sentencias
que cuando el daño proviene de ‘actividades
caracterizadas por su peligrosidad’, de que es ejemplo el uso y manejo de
un automóvil, el disparo de una arma de fuego o el empleo de una locomotora de
vapor o de un motor, el hecho dañoso lleva en sí una presunción de culpa que
releva a la víctima de la necesidad de tener que probar la del autor del daño.[37]
El concepto de peligrosidad de la
actividad, empero, no ha sido definido bajo un criterio jurídico general sino que
suele explicarse mediante ejemplos tales como la velocidad alcanzada, la
naturaleza explosiva o inflamable de la cosa utilizada, la energía desplegada o
conducida, entre otras situaciones cuya caracterización ha sido delimitada por
la jurisprudencia.
Al respecto, Henri Mazeaud advirtió
sobre «la falta de un criterio para saber cuándo una actividad o cosa es
peligrosa y cuándo no, porque viéndolo bien, de toda cosa o actividad, por
inocente que sea, podría predicarse cierta peligrosidad»;[38] sin que este problema pueda
obviarse afirmando que «si una actividad
es o no peligrosa, es cuestión de hecho que sólo el juez puede resolver en cada
caso concreto»
(Pérez Vives), porque lo que está en juego es nada más y nada menos que la
solución de la controversia a la luz de la responsabilidad que exige la prueba
de la culpa (artículo 2341); o de la que no exige la demostración de ese
elemento por presumirlo (artículo 2356), que en términos de verdad pragmática es
lo mismo que tenerlo por probado.[39]
Es cierto que tal distinción es
una cuestión de hecho que debe definir el sentenciador para adecuar la causa petendi al enunciado normativo que
corresponde, pues finalmente todos los institutos jurídicos se refieren a
cuestiones de hecho, de otro modo no tendrían sentido. Sin embargo, la
trascendencia del problema radica en que tal labor de adecuación no puede estar
desprovista de un criterio normativo general que demarque los límites de ambas
instituciones jurídicas antes de que el conflicto sea presentado al juez para su
solución.
Es un lugar común explicar el
concepto de actividad peligrosa a partir de las diferencias entre la técnica y
la naturaleza. Se consideran peligrosas las actividades producidas con fuerzas
mecánicas superiores a las del hombre; se tienen como no peligrosas las
actividades producidas por la fuerza natural del hombre. Tal distinción, aunque
no es del todo inútil, no tiene en cuenta criterios jurídicos.
Lo que caracteriza a las
actividades peligrosas, desde un punto de vista jurídico, es que la norma que
regula este instituto no exige la previsibilidad
de las consecuencias. De ese modo el ordenamiento introduce claves
operacionales (o criterios de adecuación de sentido): la ausencia de control y
previsión de los resultados, sin los
cuales no habrá manera de saber si los hechos de la experiencia son o no
peligrosos para el derecho.
Es cierto que cualquier
actividad, por común y corriente que sea, puede ser peligrosa. No obstante, la categorización
que interesa al derecho no es la que haría cualquier persona en su particular
experiencia (observación de primer nivel), sino la que tiene que realizar el
juez con base en las claves operacionales que establece el sistema jurídico según el daño
ocasionado sea o no controlable y previsible (observación de segundo nivel o de
atribución).
También es verdad que cualquier
acción puede salirse de su curso y producir desvíos no previstos; mas ello no
es lo que generalmente ocurre con los inventos humanos, pues éstos se van
reformando y mejorando con el curso del tiempo, de suerte que la misma
exigencia de tecnicidad termina por trivializar los riesgos a medida que la
técnica se perfecciona y produce mayor confianza en los usuarios.
Al no depender el concepto de
peligrosidad únicamente del empleo de fuerzas mecánicas como motores o máquinas,
la jurisprudencia de esta Corte ha podido considerar dentro de esa categoría
actividades como la generación, transformación y conducción de energía eléctrica
de corriente alterna, que no es una fuerza mecánica sino electromagnética. De igual
modo, en un futuro podrían considerarse como peligrosas aquellas actividades
que no utilizan fuentes de energía convencionales, sino que emplean fuerzas que
no siempre son sensorialmente perceptibles o no provocan una gran impresión
psicológica, como por ejemplo la energía nuclear; la energía térmica; la
combustión bioquímica; la radiación electromagnética; la combinación química de
nuevos materiales; la biogenética; etc., respecto de las cuales el derecho
tendrá que pronunciarse en su debido momento con el fin de establecer si
pertenecen a la esfera de lo que produce daños técnicamente controlables o a la
de los imprevisibles.
2.2. Se ha dicho líneas arriba que
una actividad peligrosa es la que puede producir daños incontrolables e imprevisibles, tal como lo advierte la
sociología en las situaciones impredecibles, incalculables y catastróficas de
la sociedad del riesgo contemporánea.[40] De ahí que la obligación de
indemnizar en este tipo de responsabilidad no puede depender del control o la previsión de las consecuencias, pues ello supondría imponer un criterio de
imputación basado en la previsión de lo imprevisible.[41]
Mas, como esta especie de
responsabilidad no se atribuye únicamente por
haber producido un daño (como en la responsabilidad objetiva), ni por la posibilidad de prever el resultado (como
en la responsabilidad por culpa), el criterio de atribución no puede ser otro
que el de la posibilidad de evitar el
riesgo de realización del perjuicio, como se precisará más adelante.
La moderna responsabilidad por
culpabilidad se erigió sobre el postulado de que los daños que la primera modernización
(simple, lineal e industrial) trajo consigo podían predecirse y prevenirse de
una manera satisfactoria, por lo que podían atribuirse a sus causantes
directos. En la sociedad del riesgo, en cambio, ha surgido la conciencia de que
muchos daños de la era postindustrial son incontrolables e impredecibles;[42] lo que no significa que deban
permanecer en el anonimato o no sean merecedores de reproche civil.
A partir de los riesgos del
sistema de producción industrial y sus daños actuales o potenciales se da una
pluralidad casi infinita de interpretaciones causales que no pueden ser
confirmadas. Se abre así un espectro de causas y responsables que se producen
de manera supraindividual e indiferenciada. Empresas, industrias, grupos
económicos, científicos y profesionales quedan en la línea de sujetos
susceptibles del reproche social y jurídico.
Los efectos nocivos de la
sociedad del riesgo se han masificado: daños por contaminación, por el uso de
nuevas fuentes de energía, por desarrollos tecnológicos, genéticos, biológicos,
farmacológicos, etc., producen efectos imprevisibles e incontrolables, frente a
los cuales la ciencia no está en condiciones de establecer nexos de causalidad,
ni mucho menos de determinar hasta dónde se extienden los perjuicios.
«Por decirlo expresamente una vez más: todos estos efectos se presentan
con independencia de cuan consistentes parezcan desde un punto de vista
científico las interpretaciones causales aceptadas. Por lo general, dentro de
las ciencias y de las disciplinas afectadas divergen mucho las opiniones al
respecto. Así pues, el efecto social de las definiciones del riesgo no depende
de su consistencia científica».[43]
En la sociedad postindustrial del
riesgo los daños no se agotan en consecuencias “ciertas” que ya han tenido
lugar, sino que contienen un componente innegable de incertidumbre que se
materializa en efectos colaterales o secundarios latentes y, por lo tanto, ya presentes,[44] cuyo resarcimiento sólo puede
ser establecido por el ordenamiento civil de conformidad con su propio marco de
sentido jurídico.
Las nuevas
fuentes de energía, el incremento de la minería y la industrialización, la
medicina científica, los medios de transporte de alta velocidad, las técnicas
bio-genéticas de reproducción, la mecanización y el uso de abonos químicos en
la agricultura intensiva industrial, etc., no sólo benefician a los inventores,
productores y comercializadores, sino que son bienes sociales a los que nadie
está dispuesto a renunciar, pues son parte de la vida diaria de toda persona y
son la fuente del trabajo y de los medios de subsistencia de la población, así
como de la riqueza de las naciones y del reparto de los beneficios sociales;
por lo que no puede afirmarse –como se hacía en décadas pasadas con sustento en
ideologías– que el progreso científico y tecnológico sólo beneficia a los “dueños
de los medios de producción”, quienes por ello debían responder objetivamente
por todos los daños que causaran.
En
la segunda modernidad está constituyéndose un nuevo tipo de capitalismo, un
nuevo tipo de economía, un nuevo tipo de sociedad y un nuevo tipo de
individualidad, distintos a los de la primera modernidad que dio origen a la
responsabilidad civil extracontractual, por lo que esta área del derecho tiene
que asumir el desafío jurídico de resolver los nuevos problemas de asignación
de daños producidos en la sociedad del riesgo.
En
esta sociedad del riesgo, la adaptación del derecho de la responsabilidad civil
extracontractual al mundo contemporáneo depende de su capacidad de identificar
los riesgos, peligros y daños con relevancia jurídica; sus formas de
producción; sus posibilidades de evitación y predicción; el alcance de la
indemnización; y, principalmente, la selección de los criterios normativos de
atribución de los daños a sus agentes, muchos de los cuales no están señalados
por las normas civiles como susceptibles de un juicio de atribución objetiva,
pero tampoco pueden encuadrarse en los daños controlables y previsibles de la
responsabilidad por culpabilidad.
Frente a las actividades
descritas por la ley de manera taxativa como generadoras de responsabilidad
estricta, y a la tradicional responsabilidad común por actividades que producen
consecuencias controlables y previsibles orientadas bajo el criterio de la
culpa; la responsabilidad por actividades peligrosas se erige en el instituto
de mayor importancia para imputar los daños incontrolables e imprevisibles
producidos en la sociedad del riesgo.
3. La
presunción de culpa en las actividades peligrosas.
Al comienzo de estas consideraciones se
memoró que nuestra jurisprudencia ha venido afirmando desde la primera mitad
del siglo pasado, que el artículo 2356 establece una presunción de culpa que
exime al demandante de la carga de asumir las consecuencias negativas que
normalmente le acarrearía la ausencia de prueba de ese elemento.
Con relación a las presunciones, el
artículo 66 del Código Civil dispone:
«Se dice presumirse el hecho que se deduce de
ciertos antecedentes o circunstancias conocidas. Si estos antecedentes o
circunstancias que dan motivo a la presunción son determinados por la ley, la
presunción se llama legal. Se permitirá probar la no existencia del hecho que
legalmente se presume, aunque sean ciertos los antecedentes o circunstancias de
que lo infiere la ley, a menos que la ley misma rechace expresamente esta
prueba, supuestos los antecedentes o circunstancias. Si una cosa, según la
expresión de la ley, se presume de derecho, se entiende que es inadmisible la
prueba contraria, supuestos los antecedentes o circunstancias».
En un sentido similar, el artículo 166 del Código General del Proceso (176
C.P.C.) establece:
«Las presunciones establecidas por la ley serán procedentes siempre que
los hechos en que se funden estén debidamente probados. El hecho legalmente
presumido se tendrá por cierto, pero admitirá prueba en contrario cuando la ley
lo autorice».
Estos enunciados normativos señalan reglas de conformación sintáctica de
las presunciones legales, las cuales modifican las leyes sustanciales al tener
por probados algunos de sus elementos fácticos estructurales. Las presunciones tienen
la forma léxica de un condicional que vincula un antecedente y un consecuente.
Es decir que poseen dos expresiones gramaticales: i) Los antecedentes o circunstancias que dan motivo a la presunción, y ii)
El hecho presunto que de ellos se deduce. Una vez
probados los antecedentes o hechos
presumibles se tendrá por probado el consecuente o hecho presunto.
El hecho que hay que desvirtuar es el presunto o consecuente y no el presumible
o antecedente («se permitirá probar la no
existencia del hecho que legalmente se presume, aunque sean ciertos los
antecedentes o circunstancias de que lo infiere la ley…»), pues se entiende
que éste tuvo que quedar demostrado para que pudiera operar la presunción, de
suerte que si el antecedente no se demuestra, simplemente no hay lugar a hablar
de presunción ni hay necesidad de desvirtuarla porque ésta no logra configurarse.
Los elementos fácticos del artículo
2356 son el daño y la posibilidad de imputarlo a malicia o negligencia de otra
persona: «Por regla general todo daño
que pueda imputarse a malicia o negligencia de otra persona, debe ser
reparado por ésta».
El hecho presumible es la posibilidad
de imputar el daño al demandado (por haber creado el riesgo previsto en una
regla de adjudicación), y una vez demostrada esta imputación habrá que dar por
probada la culpa que menciona ese enunciado normativo, pues al no requerir demostración
es un hecho presunto.[45]
Ahora bien, la pregunta fundamental es si se trata de una presunción que
admite prueba en contrario (iuris tantum)
o si no admite prueba que la desvirtúe (iuris
et de iure).
Cuando el artículo 2356 exige como
requisito estructural el ‘daño que pueda
imputarse a malicia o negligencia’, está señalando que no es necesario
demostrar la culpa como acto (la
incorrección de la conducta por haber actuado con imprudencia), sino
simplemente la posibilidad de su
imputación. Luego, como la culpa no es un núcleo sintáctico del enunciado
normativo, la consecuencia pragmática de tal exclusión es el rechazo de su
prueba en contrario. Por consiguiente, se trata de una presunción iuris et de iure, como se deduce del
artículo 66 antes citado, lo que explica que el demandado no pueda eximirse de
responsabilidad con la prueba de su diligencia y cuidado.
De lo anterior se concluye que la
responsabilidad por actividades peligrosas tiene que analizarse, por expreso
mandato legal, en el nivel de la categorización de la conducta del agente según
haya tenido el deber jurídico de evitar la creación del riesgo que dio origen
al daño (riesgo + daño); pero no en el ámbito de la mera causación del
resultado lesivo como condición suficiente (sólo daño), pues no se trata de la responsabilidad
objetiva que se rige por el criterio del deber absoluto de no causar daños; ni
mucho menos en el nivel que exige la demostración de la culpabilidad como
requisito necesario (daño + riesgo + culpa o dolo), pues no se trata de la responsabilidad
bajo el criterio de la infracción de los deberes de prudencia o previsibilidad
de los resultados.
4. La
imputación del daño al agente en los diversos tipos de responsabilidad.
4.1. La imputación consiste en atribuir el daño a un agente a partir de
un contexto de sentido jurídico, o sea en elaborar un enunciado adscriptivo de
segundo orden.[46]
No puede existir responsabilidad sin un criterio normativo que permita endilgar
el daño de un bien jurídico al demandado. Luego, no requiere adjetivos calificativos
de ninguna índole, por lo que es innecesario tildarla de “objetiva”,
“subjetiva” o asignarle cualquier otro epíteto que en vez de añadirle alguna propiedad
explicativa sólo generaría confusión frente a teorías ajenas al derecho civil que
ya han reclamado para sí tales denominaciones y se erigen sobre fundamentos completamente
distintos a los postulados que dan sentido al derecho privado.
De hecho, el artículo 2356 del Código Civil
exige expresamente la valoración de la conducta del agente generador de una
actividad peligrosa en el ámbito de la imputación, y esa exigencia fue
consagrada en nuestra legislación civil un siglo antes de la proliferación de
teorías provenientes de otras áreas del derecho.
Por ello no debe suponerse que el concepto de imputación –que ha sido una
noción inmanente al derecho desde sus orígenes primitivos–[47] es una
adecuación al derecho civil de recientes doctrinas provenientes del derecho
penal. De ahí que en SC13925-2016 se advirtiera que la imputación civil no
puede confundirse con las teorías de la
imputación objetiva penal.
Entre las razones para no incurrir en tal mixtura pueden mencionarse las
siguientes: a) La “imputación objetiva penal” es el
juicio de desaprobación de la conducta que excede un riesgo permitido que se
realiza en el resultado típico. La imputación civil, en cambio, se rige por una
cláusula general que ordena indemnizar todos los daños jurídicamente relevantes
que se cometan según el criterio de atribución normativa de que se trate
(objetiva, actividades peligrosas o por culpabilidad). En civil las conductas
no están sujetas a descripciones típicas o concretas, por lo que no es
admisible confundir el principio de tipicidad propio del derecho penal con el
principio de legalidad o con las normas que establecen criterios generales de
atribución de responsabilidad civil. b) Los
tipos penales están descritos por la ley positiva (Código Penal); mientras que
las reglas de adjudicación de la imputación civil no siempre están consagradas
en normas positivas, pues pueden ser criterios jurisprudenciales como la
calidad de guardián de la cosa o de la actividad; o pueden estar señaladas en
las reglas o usos de cada ámbito social, profesional o técnico. c) Las normas de adjudicación que
señala el ordenamiento civil (arts. 2343, 2346, 2347, 2348, 2349, 2353, 2354 y
demás disposiciones que califican una labor o posición de responsabilidad) no
son descripciones de conductas típicas, son reglas generales de atribución de
un resultado a un agente, sin importar la forma específica como ocurra el hecho
dañoso. d) Un punto central de la
teoría de la imputación penal es si la valoración de la intencionalidad (saber
y querer) de la realización típica es o no prioritaria, según el enfoque que se
adopte; lo cual es ampliamente controvertido en los delitos dolosos. En la
imputación civil esa materia es completamente intrascendente, pues ningún
criterio exige el dolo como requisito necesario, aunque sí es una condición
suficiente en todos los casos. e)
Uno de los conceptos centrales de la imputación objetiva penal es el de “riesgo
permitido” como criterio de identificación de la conducta desvalorada al
exceder los roles sociales o la confianza. Por el contrario, la imputación
civil no opera con la norma de clausura lógica “prohibido/permitido”, porque el
derecho de la responsabilidad extracontractual no prohíbe a nadie conductas de
ninguna índole; únicamente obliga a pagar una indemnización cuando se producen
daños. No está prohibido cometer daños a bienes jurídicos ajenos; sólo existe
una obligación de indemnizarlos una vez se producen. f) Otro concepto importante en la imputación objetiva penal es el
de “prohibición de regreso” como criterio para valorar un comportamiento estereotipado inocuo que favorece el hecho
delictivo de otro: en términos generales, se trata de una participación
imprudente impune que promueve una autoría dolosa ajena. La
imputación civil no toma en consideración el concepto de “prohibición de
regreso” porque existe el principio de solidaridad de la responsabilidad si el
riesgo que produce el daño es creado con culpa por varias personas. g) La imputación penal es personal e
intransferible: nadie responde penalmente por un comportamiento ajeno. La
responsabilidad civil, en cambio, puede imputarse a quien no tuvo ninguna
participación en el desencadenamiento del resultado adverso, como sucede en los
casos de responsabilidad por el hecho ajeno (padres, tutores, maestros y
empleadores por los daños cometidos por sus hijos, pupilos, estudiantes y trabajadores).
h) La imputación objetiva penal, al pretender
fundamentarse en expectativas de validez típico-normativas, acaba confundiéndose
con el llamado contexto de justificación,
con lo que se aleja de su intención inicial de erigirse sobre postulados
funcionalistas, por eso la idea de subsunción o razonamiento deductivo sigue
ocupando un papel central en ella. La imputación civil, al cimentarse en explicaciones
de validez veritativo-cognitivas, se circunscribe al contexto de descubrimiento, por lo que emplea un razonamiento
abductivo o hipotético. Estas son sólo algunas de las diferencias más notables
que –sin pretensiones de exhaustividad– pueden detectarse
entre los dos modelos de imputación, aunque seguramente deben existir más.
Los criterios de imputación son normativo-funcionales (no deductivos),
pues se infieren del ordenamiento jurídico que exige tener en cuenta reglas de
adjudicación y reglas específicas de conducta o de prudencia.[48] Imputar
un resultado a un agente es juzgar un comportamiento gobernado por reglas.[49]
Cuando el juez civil hace este tipo de caracterizaciones jurídicas no sólo
está describiendo (explanandum) la conducta del autor del
daño en la sociedad, la naturaleza o “la realidad”, o por el interés que
pudiera tener para otras áreas del derecho,[50] sino
que le está adscribiendo aspectos de
su dominio (del juez) de habilidades jurídicas gobernadas por reglas (explanans). Las reglas de imputación de
responsabilidad civil están dirigidas al juzgador para valorar el hecho del
agente ex post facto a fin de
atribuirle una situación jurídica, con independencia de que muchas de ellas
cumplan además una función prospectiva para regular la conducta concreta de las
personas en su desenvolvimiento social.[51]
El conocimiento de cómo hacer la imputación incluye el dominio de un
sistema de reglas que hace que la atribución de responsabilidad sea regular,
sistemática y perfectible (aunque no perfecta o infalible). Mas, lo que debe
quedar claro es que los errores en la labor que corresponde al juez de hacer
caracterizaciones jurídicas (imputaciones) podrán deberse a no considerar
suficientes ejemplos del corpus normativo que señala reglas de adjudicación o patrones
de conducta, o a errores inferenciales a partir de los hechos indicadores
probados en el proceso; pero jamás a una falta de apreciación directa de datos
empíricos que demuestren la causalidad o
la inadecuación de la conducta al
deber, pues tales datos reveladores no existen. El estudio del significado
de la imputación como elemento de la responsabilidad y el estudio del acto de
imputar que hace el juez no son estudios diferentes, sino el mismo asunto.
Las reglas de adjudicación y los
patrones de conducta permiten diferenciar una conducta conforme a derecho de
una “desaprobada”. Sin embargo, el problema no reside en determinar cómo deben
comportarse las personas en situaciones futuras, pues no se cometen
infracciones por tomar riesgos, sino en establecer cuándo una consecuencia
lesiva es producto de una conducta que sólo se desaprueba en retrospectiva: «Cualesquiera sean los riesgos que convierten
a un agente en negligente, esos deben ser también los únicos riesgos por los
cuales ese agente debería pagar, si ellos se materializan en un daño real».[52] Las acciones no son incorrectas
en sí mismas (ilícitas) sino que se tornan antijurídicas sólo cuando generan
riesgos que se concretan en daños a bienes jurídicos de otras personas.[53]
Ello conduce a una conclusión
necesaria: el riesgo de la responsabilidad civil siempre es un riesgo
permitido, es decir que no existen riesgos no permitidos o conductas prohibidas
por esta área del derecho; pues las personas pueden tomar o realizar todos los
riesgos que a bien tengan mientras no produzcan daños con relevancia jurídica.
Los deberes de conducta del derecho de la responsabilidad extracontractual
jamás son prospectivos, pues este subsistema no impone a nadie limitaciones de
ningún tipo mientras la actividad está
teniendo lugar (como sí lo hacen las reglamentaciones preventivas o sancionatorias
dentro de sus respectivos subsistemas); de ahí que no se exija la
intencionalidad del sujeto como condición necesaria de la imputación. El juicio
de desvalor no radica en la antijuridicidad de la conducta per se, sino en que suceda o no un daño a partir de la creación del
riesgo (per accidens). Es decir que
la conducta es jurídicamente reprobable sólo cuando se analiza en retrospectiva
(retroalimentación cibernética) a la luz de las posibilidades que
tuvo el agente de evitar generar el daño; sólo entonces puede predicarse su
inadecuación al deber: El problema de la responsabilidad extracontractual «es que se permita una acción que sea
jurídica, pero que en caso de un perjuicio obligue no obstante a la
indemnización».[54]
La distinción entre riesgo
permitido y riesgo no permitido, en suma, no cumple ninguna función en el
derecho de la responsabilidad civil, pues este subsistema del ordenamiento
jurídico permite tomar todos los riesgos posibles;[55] y sólo en caso de que ocasionen
daños a bienes jurídicos ajenos se valorará el comportamiento del agente, no
porque el riesgo haya estado prohibido o no permitido (antijuridicidad
prospectiva o lineal), sino a la luz del análisis retrospectivo (circular o feed-back) de las reglas que adjudican
deberes generales de evitación de riesgos en los casos de responsabilidad por
culpa presunta, y de acuerdo a las reglas de prudencia (que establecen deberes
de actuar con diligencia y cuidado, o con previsibilidad de las consecuencias) en
los casos en que se requiere probar la culpa.[56]
Las reglas de adjudicación y
los patrones específicos de prudencia son los criterios distintivos de la
juridicidad del comportamiento del agente, para lo cual no hay ninguna
necesidad de acudir al concepto difuso (y virtualmente vacío) de ‘riesgo permitido’ según el quebranto de
roles sociales desde una perspectiva sancionatoria.[57]
4.2. Dependiendo del nivel de exigencia
que consagra la proposición normativa para valorar el comportamiento de las
personas según las reglas de adjudicación (que señalan deberes de evitación de
riesgos o establecen una posición de garante o de guardián de la cosa o
actividad), o los patrones de conducta (que permiten medir la prudencia en cada
situación específica), habrá lugar a responsabilidad objetiva o estricta; a
responsabilidad por actividades peligrosas (o por culpa presunta); a
responsabilidad por culpa o infracción de deberes objetivos de diligencia y
cuidado; o a responsabilidad por dolo.[58]
i) La menos exigente de todas es la
responsabilidad objetiva, en la que sólo se atiende al hecho de haber causado
un daño a un bien jurídico ajeno que el ordenamiento civil considera merecedor
de indemnización. En esta especie de responsabilidad no es necesario probar que
el demandado tenía un deber abstracto de evitar producir riesgos, o un deber
concreto de actuar con prudencia en una situación específica; ni es posible
eximirse de responsabilidad desvirtuando tales situaciones. El deber que se asigna
en este tipo de responsabilidad es un deber absoluto
de simple acto: no causar daños con
relevancia jurídica. Es decir que el que causa un daño lo paga, sin más
consideraciones o miramientos. Por supuesto que el demandado podrá eximirse de
responsabilidad si prueba que no fue él quien ocasionó el daño que pretende
atribuírsele sino una tercera persona, la víctima o un hecho de la naturaleza cuyas
consecuencias no tenía el deber jurídico de evitar, es decir, que estaban más
allá de su esfera de control o decisión (fuerza mayor).[59]
Lo anterior conduce a una
conclusión evidente: la responsabilidad objetiva, en la que sólo se atiende a
la realización de los daños y no a la creación de riesgos, no es ni puede ser
una responsabilidad por riesgos; simplemente es una responsabilidad por haber
causado un daño, sea la conducta que lo generó riesgosa o no, es decir sin
entrar a valorar si el agente tuvo o no la posibilidad de crear, controlar o
prever el riesgo: basta que haya ocasionado el daño para que se le imponga la
obligación de indemnizarlo. De ahí que pretender fundar la responsabilidad
estricta o por mera causación en la “teoría
del riesgo creado” no es más que una ostensible impropiedad conceptual.
ii) En la responsabilidad por
actividades peligrosas no sólo existe un deber de no lesionar los bienes
jurídicos ajenos, sino que el daño debe haber sido el resultado de la creación
de un riesgo por el autor; sin que sea necesario entrar a analizar la incorrección
del comportamiento en concreto por violación a los deberes de prudencia. Lo
importante es establecer si el demandado tuvo la posibilidad de evitar crear el
riesgo a la luz de las normas que adjudican deberes de actuación o establecen
una posición de garante o de guardián de la cosa o actividad: la exigencia de
previsibilidad (no de previsión) se predica del riesgo creado y no del daño
ocasionado. La pregunta que hay que resolver en este caso es si el daño se
produjo por la creación de un riesgo que el ordenamiento jurídico desaprueba en
retrospectiva.
La diferencia entre el criterio de
imputación de la responsabilidad objetiva y el de la responsabilidad por
actividades peligrosas radica en la distinción entre potencia y acto. En la responsabilidad
objetiva sólo se mira la producción del perjuicio, es decir el acto. En la responsabilidad
por actividades peligrosas se atiende, además de la producción del daño, a la
potencialidad de creación del riesgo.[60] Sólo
entonces cobra significado la diferencia entre la responsabilidad estricta (que
no toma en consideración las posibilidades de realización del riesgo según las
reglas de adjudicación) y la responsabilidad por actividades peligrosas
prevista en el artículo 2356 del Código Civil: «Por regla general todo daño que pueda imputarse…»
“Que
pueda imputarse” indica inequívocamente la potencialidad de realización del
riesgo, es decir que el daño sea imputable; o lo que es lo mismo, que el riesgo
que lo ocasiona esté dentro de las posibilidades de decisión, evitación o
control del autor.
La proposición normativa no alude únicamente
al “daño causado” (responsabilidad
objetiva), ni al “que ha cometido delito o
culpa” (responsabilidad por culpabilidad); sino al “daño que pueda imputarse” a la malicia o negligencia de otra
persona. La importancia práctica de esta distinción se patentiza al momento de
analizar la incidencia de cada uno de los intervinientes en la producción del
perjuicio de conformidad con las reglas de adjudicación, o con los patrones de
conducta que la víctima estaba llamada a observar para evitar exponerse al daño.
Esta diferencia diluye la confusión
entre la responsabilidad objetiva y la responsabilidad por actividades
peligrosas; pues la distinción no radica sólo en la circunstancia externa de que
las conductas cobijadas por la primera tienen que estar taxativamente previstas
como tales por el ordenamiento positivo mientras que las segundas no lo están, sino
principalmente en la configuración interna de una y otra, como ya se explicó.
No aceptar esta distinción significaría reconocer que entre ambas instituciones
no existe ninguna diferencia, es decir que la responsabilidad por actividades
peligrosas es idéntica a la responsabilidad objetiva; y, peor aún, que los
jueces pueden crear a su antojo situaciones de responsabilidad objetiva no
previstas por el legislador.
iii) El nivel de imputación que sigue
en orden de exigencia de requisitos estructurales es el de la responsabilidad
por culpabilidad, que además de la realización del daño, reclama que el agente
haya tenido la posibilidad de crear el riesgo que lo produjo mediante la
inobservancia del deber de su evitación (imputatio
facti) más la posibilidad de adecuar su conducta a los deberes objetivos de
prudencia (imputatio iuris).[61] En tal
caso, el artículo 2341 del Código Civil permite exonerarse de responsabilidad
con la prueba de una fuerza mayor, un caso fortuito, la autoría o participación
de la víctima en la creación del riesgo, o la debida diligencia y cuidado del
demandado.
Por último, existe otro criterio de
imputación: el de la conducta intencional o voluntaria (que presupone libertad
máxima o suprema conciencia para determinarse según los fines deseados), que no
está en un nivel más exigente que el anterior,[62] pues el
dolo no es un requisito necesario para la imputación de la culpabilidad, pero
sí es una condición suficiente. Basta, para que se imponga la obligación de
indemnizar, que se demuestren los mismos requisitos estructurales de la
responsabilidad por culpa.
5.
La diferenciación entre riesgo y peligro como presupuesto jurídico de la imputación.
Para poder realizar el juicio de
atribución del daño al agente responsable hay que establecer si el resultado de
la conducta depende de una elección libre,[63] es decir que hay que averiguar
si los daños pudieron evitarse con una decisión. Por ello hay que establecer
quién los genera y quién los padece, por lo que es necesario distinguir entre
quien toma las decisiones que producen riesgos y quien no puede hacer nada
frente a ellas.
«(…) lo que en un futuro pueda suceder depende de la decisión que se tome
en el presente. Pues en efecto, hablamos de riesgo únicamente cuando ha de
tomarse una decisión sin la cual podría ocurrir un daño. El hecho de que quien
tome la decisión perciba el riesgo como consecuencia de su decisión o de que
sean otros los que se lo atribuyen no es algo esencial al concepto (aunque sí
se trata de una cuestión de definición). Tampoco importa en qué momento ocurre
el daño, es decir, en el momento de la decisión o después. Lo importante para
el concepto, tal y como aquí lo proponemos, es exclusivamente que el posible
daño sea algo contingente; esto es, evitable».[64]
Los riesgos son producto de una
elección que, analizada en retrospectiva por el juez, se considera desaprobada
con relación a una regla de adjudicación que establece deberes de evitación de daños.[65] En la medida que las
consecuencias lesivas dependan de decisiones, estas últimas serán un riesgo; y la
creación del riesgo permitirá hacer el respectivo juicio de imputación. «Porque, en efecto, solamente podemos hablar de una atribución a decisiones
cuando es posible imaginar una elección entre alternativas y esa elección se
presenta como algo razonable, independientemente de que quien tome la decisión
se percate o no del riesgo y de la alternativa».[66]
El peligro, por el contrario,
es lo que padece quien no tiene la posibilidad de tomar la decisión que genera
el daño, o sea quien no tiene el poder de su evitación ni de su realización, y
tan sólo puede evitar exponerse a él sin ninguna injerencia en su producción. Los
peligros no son consecuencia de elecciones, porque quien los soporta no tiene
la posibilidad de crearlos; tan sólo puede evitar exponerse a ellos cuando son
previsibles.
«Por prevención debe entenderse aquí, en general, una preparación contra
daños futuros no seguros, buscando ya sea que la probabilidad de que tengan
lugar disminuya, o que las dimensiones del daño se reduzcan. La prevención se
puede practicar, entonces, tanto ante el peligro como ante el riesgo. Puede
también ocurrir que tomemos precauciones con relación a peligros que no pueden
atribuirse a decisiones propias».[67]
Vistos desde la perspectiva de
quien los padece, los peligros son creación de otros, por eso quedan por fuera
de sus posibilidades de decisión y de imputación. Los peligros, entonces, no
son imputables a las víctimas porque no están dentro de la órbita de su
capacidad de elección.
Los riesgos se atribuyen a
las decisiones, mientras que los peligros se atribuyen a factores externos a la
conducta de quien los padece. De ese modo, «los
riesgos que corre (y debe correr) una instancia de decisión se convierten en un
peligro para los afectados».[68] Los riesgos creados por unos son
el peligro que otros soportan.[69]
La simplicidad de esta
distinción conceptual es de gran utilidad porque si los riesgos se atribuyen a
las decisiones, entonces un peligro, por no ser atribuible a la decisión de
quien lo soporta, no le es imputable; luego, mal podría considerarse a la
víctima autora de un daño que no creó ni tuvo la posibilidad de producir.[70]
Por el contrario, si la
víctima intervino (con o sin culpa) en la creación del riesgo que ocasionó el daño
que sufrió, entonces será considerada autora, partícipe o responsable exclusiva
de su realización, casos en los cuales no habrá lugar a imputarle la
responsabilidad a nadie más que a ella, por ser agente productora de su
autolesión o destrucción, bien sea de manera exclusiva ora con la colaboración
de alguien más.[71] Es un axioma (o enunciado
primitivo) del derecho de la responsabilidad que la autolesión o la
participación de la víctima en su propia desgracia no es una conducta
antijurídica y, por lo tanto, no genera la obligación de indemnizar. De
conformidad con lo establecido en el artículo 2344 del Código Civil, la
coparticipación en la creación de los riesgos que ocasionan daños genera
responsabilidad solidaria y todo perjuicio procedente de la misma será total
responsabilidad de los copartícipes, incluso si entre éstos se encuentra la
víctima.
Ahora bien, cuando la víctima
no tuvo la posibilidad de crear o evitar producir el perjuicio que padeció,
pues su realización estuvo por fuera de su capacidad de elección o decisión, pero
sí pudo haber evitado exponerse al daño imprudentemente, el juicio de
atribución se desplaza de la órbita de los riesgos creados por el agente a la
órbita del propio riesgo que creó la víctima al quebrantar sus deberes de autocuidado.
El juicio anterior de autoría o participación se ubicaba en la perspectiva del riesgo
creado por el agente, que era visto como un peligro para la víctima; pero
ahora, desde la perspectiva de los deberes de conducta de la víctima, se evalúa
su propio riesgo de exponerse al daño creado por otra persona, y en este ámbito
habrá de valorarse su incidencia en el desencadenamiento del resultado adverso.[72]
Con otras palabras: la
víctima es autora o partícipe exclusiva del riesgo que ocasionó el daño cuando tuvo
la posibilidad de crearlo o de evitar su producción y, por lo tanto, es totalmente
responsable de su propia desgracia. Por el contrario, cuando la víctima no intervino
en la creación del peligro que sufrió porque no estuvo dentro de sus posibilidades
de decisión, elección, control o realización, entonces no puede considerarse autora
o partícipe del daño cuyo riesgo creó otra persona; y en tal caso sólo habrá de
analizarse si se expuso a él con imprudencia, es decir si creó su propio riesgo
mediante la infracción de un deber de conducta distinto al del agente, pues en
este caso los patrones de comportamiento que hay que analizar son los que le
imponen tener el cuidado de no exponerse al daño. De otro modo no tendría ningún
sentido ni utilidad la distinción estructural entre la figura de la
coparticipación solidaria (artículo 2344 del Código Civil) y la reducción de la
indemnización por la exposición imprudente de la víctima al daño (artículo 2357
ejusdem).
Para decirlo una vez más: la
incidencia de la víctima tiene que analizarse en dos niveles distintos de
atribución, pues su conducta puede encuadrarse o en el instituto de la autoría y
la participación (2341 y 2344) o en el de la exposición imprudente al daño
(2357), dependiendo de si tuvo la posibilidad de evitar producir el riesgo que ocasionó el perjuicio, o si tuvo la
posibilidad de evitar exponerse a él
con imprudencia pero sin haberlo creado: i) en el primero se analizan las
condiciones que dieron origen a la creación del riesgo, caso en el cual todos
los copartícipes son responsables solidarios (incluso la víctima si fue autora
o partícipe del riesgo que ocasionó el daño); ii) en el segundo se analizan las
posibilidades que estaban al alcance de la víctima para evitar exponerse imprudentemente
al daño que otra persona produjo. Esta distinción, como puede advertirse sin
dificultad, es imposible de hacer sin criterios de imputación.
En resumen:
i) Hay culpa exclusiva de la
víctima cuando ésta creó con imprudencia (o intención) el riesgo que ocasionó
el daño (artículo 2341), o participó con culpa (o dolo) en su producción (artículo
2344). Hay competencia exclusiva de la víctima cuando ésta, sin culpa o dolo, creó
el riesgo que produjo el daño o participó en su creación.[73] En sendos casos[74] la conducta de la víctima exime
al demandado de responsabilidad.
ii) Hay lugar a reducción de
la indemnización cuando la víctima no tuvo ninguna posibilidad de crear el
riesgo que ocasionó el daño o de participar en su producción; pero sí tuvo la
posibilidad de evitar la creación de su propio riesgo de exponerse
imprudentemente al daño que otra persona generó (artículo 2357).
De lo anterior se concluye que la
atribución de un resultado a un agente no consiste en adivinar intuitivamente en
el plano de la causalidad lineal las condiciones sine qua non que contribuyeron al desencadenamiento de las consecuencias
dañosas, porque para poder imponer al demandado la obligación de indemnizar y
para valorar la incidencia de la conducta de la víctima en la producción del daño
o en su exposición a él sin haberlo creado, no basta analizar una única “cadena
causal” en la que todos los involucrados en el suceso intervienen de manera
indiferenciada y cada uno aporta su porcentaje
de causa, sino que habrán de observarse dos situaciones jurídicas distintas
a partir de los deberes de adjudicación y de conducta que debían cumplir, por
separado, el agente y la víctima.[75]
6. La concurrencia de la actividad riesgosa desplegada por el
agente con la exposición al peligro por parte de la víctima.
En líneas precedentes se
expuso la distinción entre riesgo y peligro como recurso conceptual para diferenciar el ámbito de los deberes de adjudicación
y de comportamiento del agente, del ámbito de los deberes de conducta de la
víctima.[76]
Se aclaró que cuando la víctima
no crea el riesgo generador del perjuicio ni participa en su realización
entonces el daño no puede imputársele, pues simplemente sufrió un peligro que
no estuvo dentro de sus posibilidades de evitación o control. En tal caso hay que
analizar la conducta del agente a la luz del ámbito de validez de la norma que le
asigna el deber de evitar la producción del riesgo que ocasionó el daño.[77]
Ahora bien, analizada la conducta
de la víctima no desde la perspectiva del riesgo que creó el agente, sino desde
su propio riesgo de exponerse al daño imprudentemente, es ostensible que los
deberes de conducta que le señala el ordenamiento son distintos a los que iban
dirigidos al demandado; de suerte que la incidencia de su obrar u omitir habrá
de buscarse en el dominio de validez material de las normas que tuvo la
posibilidad de infringir.
Lo anterior conduce a una
solución bastante simple:
La empresa demandada tenía el
deber de no producir daños por electrocución. Ese deber se lo impone el artículo
2356 por el hecho de estar ejercitando una actividad peligrosa, supuesto de
hecho que quedó probado. Además de ello, el enunciado normativo establece que
el daño debe ser imputable a su
culpa, es decir que el agente debió tener la
posibilidad de ceñir su conducta a las reglas que le adjudican el deber de evitación
de resultados adversos (no crear riesgos por ser el guardián de la actividad
peligrosa); lo cual también quedó demostrado con los distintos reglamentos
administrativos que le asignan a la empresa las medidas de seguridad que debió
adoptar para impedir la producción de daños por electrocución.
La existencia de estas
reglamentaciones y su correspondencia con la actividad peligrosa desplegada por
la empresa (por estar cobijada por su ámbito de validez material) bastan para inferir
(en abstracto) que el sistema organizativo tuvo la posibilidad de adecuar su conducta a los deberes de evitación del
riesgo de electrocución, sin que sea necesario entrar a analizar en concreto si
su comportamiento fue prudente o imprudente, pues –se reitera– la presunción
legal del 2356 impide exonerarse de responsabilidad con la prueba de la
diligencia y cuidado.
Luego, es irrelevante analizar la
corrección o incorrección de la conducta concreta de la empresa a la luz del
cumplimiento o infracción de sus deberes de prudencia, es decir que no interesa
demostrar en el proceso si acató o violó las reglamentaciones técnicas o administrativas.
Por ello, son intrascendentes las pruebas que el casacionista estimó mal
valoradas por el Tribunal, como el concepto técnico y los documentos que acreditarían
la diligencia y cuidado de la demandada, dado que la eventual demostración de
tales hechos no tiene la aptitud de desvirtuar la conclusión del sentenciador ad quem.[78]
De ahí que el daño que sufrió la
víctima le sea imputable a la empresa como suyo, por lo que está civilmente obligada
a responder por los perjuicios reclamados, dado que se probaron los
presupuestos fácticos del artículo 2356 del Código Civil.
Respecto de la incidencia de la
conducta de la víctima, ésta no puede analizarse a la luz de los deberes
dirigidos a regular el comportamiento del agente (reglamentos administrativos
para evitar riesgos de electrocución en razón y con ocasión de la prestación
del servicio); sino que hay que analizar si creó su propio riesgo exponiéndose imprudentemente
al peligro que no produjo.
El nivel de imputación del riesgo
de la víctima cuando no realiza una actividad peligrosa es mucho más riguroso que
el del agente; pues el artículo 2357 exige que para que haya lugar a la reducción
de la indemnización debe probarse la culpa de la víctima en la exposición al daño.
En efecto, uno de los elementos estructurales de esa proposición normativa es
la imprudencia del perjudicado; luego, para dar la consecuencia prevista en esa
disposición no basta probar que la víctima infringió un deber abstracto de
evitación del daño, sino que ha de demostrarse que violó sus deberes de
prudencia.
En la hipótesis de que el
lesionado se hubiera encontrado realizando otra actividad peligrosa, para
hacerse merecedor de la reducción de la indemnización bastaría la prueba de que
el daño se produjo por quebrantar el deber de evitar crear su propio riesgo
(según el ámbito de validez material de las normas a él dirigidas en razón de
la actividad que estuviera desplegando), sin adentrarse a examinar si violó sus
deberes de prudencia.[79] Mas, en el caso que se analiza,
poner un marco metálico en un tercer piso no es de ninguna manera una labor que
genere consecuencias catastróficas, incontrolables e imprevisibles; por lo que
jamás ha sido considerada por la jurisprudencia como una actividad peligrosa.
Así pues, es completamente
irrelevante demostrar, como pretendió la parte demandada, que la víctima
infringió las normas sobre construcción, porque el ámbito de validez material de éstas no tiene
ninguna relación con el daño de electrocución que aquélla sufrió, sino que está
encaminado a la regulación urbanística de las edificaciones. No hay, por tanto,
ninguna correlación de imputación entre los reglamentos de construcción que
debió cumplir el constructor de la vivienda, y el deber a cargo del occiso de evitar
exponerse al peligro de electrocución. Habría sido distinto si, por ejemplo, el
daño que padeció el accidentado hubiese sido resultado de un derrumbamiento de
la vivienda, caso en el cual la consecuencia lesiva sí habría estado
relacionada con el dominio de validez material de las normas técnicas sobre
construcción.
En la situación que se examina,
el difunto no hizo nada distinto a lo que cualquier persona de mediano
entendimiento estaba conminada a realizar para evitar autolesionarse; pues
simplemente se subió al tercer piso de su vivienda, tomando las medidas de
precaución normales para instalar el marco de una ventana, sin ninguna
incidencia en la creación del riesgo de electrocución, pues este último fue
obra exclusiva de la empresa generadora de energía. La situación habría sido diferente
si el lesionado hubiera estado manipulando los cables de conducción de energía
eléctrica, caso en el cual sí estaba llamado a ajustar su conducta al deber de evitar
exponerse a los daños previsibles; tal como lo adujo el Tribunal en su
razonamiento.
Al no estar relacionada la
actividad que ejecutaba la víctima al momento de sufrir el accidente, con el
riesgo de exposición a los daños por electrocución, no puede esperarse que
previera un resultado que le era imprevisible; por lo que las declaraciones que
probarían que estaba manipulando un objeto metálico son irrelevantes para
demostrar su culpa. Desde luego que el occiso podía maniobrar en la terraza de
su casa los objetos que quisiera, sin importar el material del que estuvieran hechos,
pues desde la perspectiva de la labor que desplegaba no tenía ningún deber de
prever que había quedado expuesto al peligro que creó la empresa prestadora del
servicio de energía, es decir que no estaba dentro de sus posibilidades saber (ni
dentro de sus deberes de conducta averiguar) si las redes eléctricas cumplían o
no con las medidas de seguridad necesarias para evitar accidentes de
electrocución.
Luego, no fue por descuido o
negligencia que sufrió la descarga eléctrica que terminó con su vida, sino
porque quedó expuesto, sin imprudencia, al riesgo de electrocución que la
entidad guardiana de la actividad peligrosa creó cuando tenía el deber jurídico
de evitarlo.
Por
estas precisas razones, no había lugar a la declaración de culpa exclusiva de
la víctima ni a la reducción de la indemnización que solicitó la demandada, por
lo que la decisión del Tribunal fue acertada y no incurrió en los errores que
denunciaron los cargos que se han analizado.
Se niegan, por tanto, los cargos
primero y segundo.
TERCER
CARGO
Denunció
la infracción directa de los artículos 1613, 1614, 2341, 2343 y 2356 del Código
Civil, por haberse equivocado el Tribunal al calcular el monto del lucro
cesante futuro sufrido por las demandantes Rita Saboyá y Luz Evelyn Umbarila
Saboyá, pues ese rubro se tasó con la fórmula matemática del lucro cesante
pasado, lo que condujo a multiplicar la base de la liquidación por un factor de
998,5224, cuando lo correcto era multiplicarla por un factor de 6,075.
«La inaplicación de la fórmula matemática
correcta –explicó– llevó al Tribunal
a concederle a la demandante Rita Saboyá un lucro cesante futuro de
$206’020.134, cuando la liquidación por este concepto arroja la suma de
$34’379.934».
El mismo error se cometió al
liquidar el lucro cesante futuro de Luz Evelyn Umbarila, que según el cálculo
que efectuó el Tribunal ascendió a $1’253.424, cuando la cifra correcta es
$1’216.571.
El Tribunal –concluyó– ordenó
la reparación del lucro cesante futuro por un valor muy superior al que
realmente correspondía, desconociendo el principio de la reparación integral,
pues terminó otorgándoles a las víctimas una indemnización mayor que el
verdadero daño causado. [Folio
70]
CONSIDERACIONES
1. Es cierto que el método que
utilizó el Tribunal para calcular el lucro cesante futuro estuvo errado, pues
empleó la fórmula que permite obtener el lucro cesante pasado, la cual arrojó
un resultado mucho mayor al que tienen derecho las demandantes.
El juzgador se valió de la
fórmula VA = LCI x Sn
Donde:
VA = valor actual del lucro cesante por
inmovilización hasta la fecha de la indemnización.
LCI = Lucro
cesante mensual por inmovilización.
Sn = Valor
acumulado de la renta periódica que se paga n veces a una tasa de interés i.
Pero al momento de calcular el
factor Sn aplicó la fórmula para el lucro cesante pasado:
(1+i)n – 1
Sn = -------------
i
Lo que lo condujo a extraer un
factor de 998,5225 para la liquidación de Rita Saboyá, y de 6,075 para la
liquidación de Luz Evelyn Umbarila, cuando lo correcto era utilizar la fórmula
para extraer el lucro cesante que se paga n
veces hacia futuro con un descuento del 6% anual:
(1 + i)n – 1
an = ---------------
i (1– i)n
que lo habría llevado a multiplicar el lucro cesante mensual por 169,4984
en el caso de Rita Saboyá, y 5,8990 en el caso de Luz Evelyn Umbarila.
Por tal razón prospera el cargo
tercero, y en el sentido indicado se modificará la sentencia de segunda instancia,
cuyos valores tienen que actualizarse a la fecha de aprobación de esta
sentencia, de la siguiente forma:
Salario mínimo legal del año 2017: $
737.717
--------------
Base de la liquidación (70% s.m.m.l.v.): $
516.402
÷ 2
--------------
Base liquidación para cada demandante: $
258.201
- Lucro cesante consolidado de Luz
Evelyn Umbarila:
Base de la liquidación: $258.201
Fecha de nacimiento: 8 de abril de 1989
Cumplió 25 años el: 8
de abril de 2014
Fecha del deceso del padre: 25 de junio de 2009
Período indemnizable: 58 meses
VA = LCI x Sn
VA = 258.201 x 66,8287 = $ 17’255.237
- Liquidación del lucro cesante
de Rita Saboyá:
Período indemnizable:
Fecha de nacimiento víctima: 5
de octubre de 1956
Edad que tenía cuando murió: 52
años
En meses: 359
a) Lucro cesante consolidado:
Base de la liquidación: $258.201
Fecha del deceso del padre: 25 de junio de 2009
Fecha de la liquidación: octubre de 2017
Período indemnizable: 100 meses
VA = LCI x Sn
VA = 258.201 x 128,4235 = $ 33’159.076
b) Lucro cesante futuro:
Se utiliza la fórmula que permite extraer el lucro cesante que se paga n veces hacia futuro con un descuento
del 6% anual:
(1 + i)n – 1
an = ---------------
i (1– i)n
Base de la liquidación: $258.201
Período indemnizable: 259
meses
Factor an: 147,0297
$ 258.201 x 147,0297 = 37’963.216
Para un lucro cesante total
de $ 71’122.292
Las demás
cantidades reconocidas en el fallo de segunda instancia quedarán igual, y sólo
habrán de actualizarse hasta la fecha de esta sentencia, de conformidad con lo
establecido en los incisos segundo y tercero del artículo 307 del Código de
Procedimiento Civil, del siguiente modo:
- Perjuicio moral de Rita Saboyá:
Valor reconocido: $ 45’000.000
Fecha de la sentencia: 13
de noviembre de 2013
Fecha de la liquidación: septiembre
de 2017
IPC noviembre de 2013: 113,68
IPC agosto de 2017: 137,99
If
Va = Vh ----------------
Ii
Donde,
Va = Valor
actual
Vh = Valor
histórico
If = IPC
final (fecha de la liquidación)
Ii = IPC
inicial (fecha de la erogación)
137,99
Va = $45’000.000
-------------
113,68
Va = 54’623.064
Más sus
respectivos intereses del 6% anual hasta la liquidación:
Fecha de la sentencia: 13
de noviembre de 2013
Fecha de la liquidación: septiembre
de 2017
Meses a reconocer: 58
VA = C x (1+i)n
VA = 54’623.064 x 1,325 = $ 72’375.560
- Perjuicio moral de Luz Evelyn Umbarila:
Valor reconocido: $ 30’000.000
Fecha de la sentencia: 13 de noviembre de 2013
Fecha de la liquidación: septiembre de 2017
IPC noviembre de 2013: 113,68
IPC agosto de 2017: 137,99
137,99
Va = $30’000.000
-------------
113,68
VA = $36’415.376
Más sus
respectivos intereses del 6% anual hasta la liquidación:
Meses a reconocer: 58
VA = C x (1+i)n
VA = 36’415.376 x 1,325 = $ 48’250.373
- Perjuicio moral de Jheyson, Joseph y Jhon Umbarila:
Valor reconocido a cada
uno: $ 25’000.000
137,99
Va = $25’000.000
-------------
113,68
VA = $30’346.147
Más sus
respectivos intereses del 6% anual hasta la liquidación:
Meses a reconocer: 58
VA = C x (1+i)n
VA = 30’346.147 x 1,325 = $ 40’208.645
- Daño emergente de Jheyson Umbarila:
Valor reconocido: $ 2’756.997
137,99
Va = $2’756.997
-------------
113,68
VA = $3’346.569
Más sus
respectivos intereses del 6% anual hasta la liquidación:
Meses a reconocer: 58
VA = C x (1+i)n
VA = 3’346.569 x 1,325 = $ 4’434.205
2. Por
consiguiente, la condena quedará de la siguiente manera:
- Para
Rita Saboyá Cabrera:
Lucro cesante: $
71’122.292
Daño moral: $ 72’375.560
-----------------
TOTAL $143’497.852
- Para Luz Evelyn Umbarila Saboyá:
Lucro cesante: $ 17’255.237
Daño moral: $ 36’415.376
-----------------
TOTAL $
53’670.613
- Para Jheyson Umbarila Saboyá:
Daño emergente: $ 4’434.205
Daño moral: $ 40’208.645
-----------------
TOTAL $
44’642.850
- Para
Joseph Umbarila Saboyá:
Daño moral: $ 40’208.645
- Para Jhon Richard Umbarila Saboyá:
Daño moral: $ 40’208.645
Para una
condena total de $322’228.605 (trescientos veintidós millones doscientos
veintiocho mil seiscientos cinco pesos).
Por tal motivo las agencias en derecho de la segunda
instancia se ajustarán a $16’000.000, que corresponde al 5% aproximado de dicho
valor.
CUARTO
CARGO
Acusó
la sentencia de violar directamente los artículos 1088 y 1127 del Código de
Comercio, y 230 de la Constitución Política.
En su criterio, el error
consistió en haber condenado a la aseguradora llamada en garantía a pagar
únicamente el monto correspondiente al daño emergente, que ascendió a la
cantidad de $2’756.997; excluyendo la condena por lucro cesante y los
perjuicios extrapatrimoniales, que sumados dieron un monto de $381’709.866.
Según el razonamiento del
Tribunal, la póliza sólo cubrió la indemnización por perjuicios patrimoniales,
pero no los extrapatrimoniales. Tampoco cubrió el lucro cesante porque por
disposición del artículo 1088 del Código de Comercio, este rubro debe ser
objeto de un acuerdo expreso, que en el caso que se dejó a su consideración, no
se vislumbra en el clausulado.
En contra de tal argumento, la
censura expresó que la sentencia violó directamente la ley sustancial porque
aplicó al caso concreto una disposición general que no estaba llamada
resolverlo (artículo 1088 del Código de Comercio), y dejó de aplicar la norma
específica que regula la controversia, esto es el artículo 1127 del estatuto
mercantil, consagrado para regir las situaciones que caen en la órbita de los
seguros de responsabilidad civil.
De conformidad con esta última
disposición, el seguro de responsabilidad civil ampara los perjuicios
patrimoniales que cause el asegurado, menoscabo que quedó expresamente cubierto
por la póliza, por lo que no había ninguna razón para excluir, con base en una
norma inaplicable al caso, la indemnización por lucro cesante.
Con relación al cubrimiento de
los perjuicios de estirpe extrapatrimonial, señaló que el artículo 84 de la Ley
45 de 1990 modificó el texto original del artículo 1127 del Código de Comercio,
que imponía al asegurador la obligación de indemnizar los perjuicios “que sufra el asegurado”, reemplazándola
por la expresión “que cause el asegurado”
con motivo de la responsabilidad civil en la que incurra. No obstante, el
simple cambio de una palabra no es razón para considerar que la modificación
normativa alteró el significado y función de esta clase de seguros, encaminados
a proteger el patrimonio del asegurado, que es el titular del interés
asegurable; por lo que se debe entender que la suplantación del término
“sufrir” por el de “causar”, no fue más que un lamentable descuido del legislador.
En consecuencia, se debe entender
que toda erogación que realice el asegurado con ocasión de una condena de
responsabilidad civil en su contra, es para él un detrimento patrimonial o daño
emergente que está comprendido dentro del riesgo asegurado por la póliza de
responsabilidad civil; mientras que un entendimiento contrario, como el
razonamiento al que llegó el Tribunal, comportaría una desnaturalización de
esta tipología de seguro, además de una evidente violación de la equidad.
Por tal motivo, se debe colegir
que la póliza cubrió dentro del concepto de “perjuicios patrimoniales”, todas las erogaciones que fueron
ordenadas por la sentencia de condena, sin importar la especie de daño que
representó para cada una de las víctimas.
CONSIDERACIONES
1. El Título V del Decreto 410 de 1971 (Código
de Comercio) regula lo concerniente al contrato de seguro como institución del
derecho privado de la más digna atención y vigilancia por parte del Estado,
debido a la trascendental función social y económica que cumple esa relación
comercial.
De conformidad con lo estipulado
por el artículo 1045 del estatuto de los comerciantes, los elementos
estructurales del contrato de seguro son: 1º) el interés asegurable; 2º) el
riesgo asegurable; 3º) la prima o precio del seguro; y 4º) la obligación
condicional del asegurador. «En defecto
de cualquiera de estos elementos, el
contrato de seguro no producirá efecto alguno».
Puede
afirmarse sin ninguna duda que el riesgo
asegurable es el elemento más característico del contrato de seguro,
teniendo en cuenta que no forma parte de ningún otro tipo de acuerdo de
voluntades.
Así como el concepto de riesgo es
inherente al instituto de la responsabilidad civil extracontractual, el riesgo
asegurable es inmanente al contrato de seguro. De hecho, ambas instituciones
son hijas de la mentalidad europea moderna, pues antes del siglo XV el
tratamiento de la fatalidad aún no había sido racionalizado, y ni siquiera hay
rastros escritos del uso de la palabra ‘riesgo’
o sus equivalencias etimológicas en las demás lenguas romances. «No
será sino hasta el largo período de transición que va desde la Edad Media hasta
los inicios de la Modernidad cuando se empezará a hablar de riesgo».[82]
Sólo
cuando surgió en la mentalidad del hombre moderno la conciencia de la
probabilidad como cálculo racional,[83] fue
posible la idea de riesgo como noción abstracta de la institución económica del
seguro, tal como se la concibe en la actualidad; es decir como justificación de
la ganancia empresarial por medio de la absorción del margen de incertidumbre
gracias al cálculo cuantitativo de probabilidades. Los modelos cuantitativos
del cálculo del riesgo asegurable toman su orientación de las expectativas de
utilidad sobre el parámetro del umbral de
catástrofe, que permite medir objetivamente las acciones como de alto o
bajo riesgo. De ahí que el riesgo de la institución del seguro es,
principalmente, una cuestión de medida
o razón instrumental.[84]
El
concepto de riesgo como medida cuantitativa o cálculo de costos y beneficios
con base en pronósticos matemáticos no es ni puede ser funcionalmente
equiparable a la noción de riesgo de la responsabilidad extracontractual,
porque ésta no está sometida al criterio económico de mejor utilización de las
oportunidades. La
responsabilidad civil no es una forma característica de distribuir costos para
lograr la eficiencia. Es innegable que el trabajo actuarial sólo es factible
cuando hay un número de casos suficiente para evaluar el grado de desviación;
pero en el derecho de la responsabilidad civil las estadísticas de daños son
irrelevantes, porque de lo que se trata no es de repartir los gastos de
indemnizaciones entre la población asegurada, sino de establecer el vínculo jurídico que surge entre dos partes en razón de
una situación única y concreta valorada previamente como antijurídica por el
ordenamiento.
El
concepto de riesgo de la responsabilidad civil no depende de una operación racional
técnico-financiera, sino de las posibilidades de decisión de los agentes, dado
que se es civilmente responsable no porque algo salga mal según los designios
del azar sino porque pudo haberse actuado de modo jurídicamente correcto. Los
daños deben ser evitados no porque puedan ser el resultado de las fuerzas
ocultas de la naturaleza sino porque son atribuibles a decisiones que pueden
prever fracasos y errores de conducta o de prudencia.
El daño de la responsabilidad
civil no se determina por exceder un marco usual de costos o zona de ganancia, sino porque provoca
una situación que, analizada en retrospectiva, se valora como el resultado de
una decisión contraria a los deberes jurídicos de adjudicación y de prudencia: una
decisión jurídicamente reprobable puede ser correcta y deseable en términos
económicos, o viceversa.
Por
estas razones, no es dable confundir el riesgo de la responsabilidad civil con
el riesgo entendido como cálculo cuantitativo, propio de la institución del
seguro; pues ambos sistemas tienen criterios
de adecuación de sentido distintos que cambian el significado de los hechos que
para uno u otro tienen relevancia jurídica, aun cuando compartan la misma
referencia semántica.
A
pesar de que ambas instituciones se erigieron sobre el concepto de riesgo, el
significado de éste no es el mismo en uno y otro caso, porque pertenecen a niveles
de sentido distintos con diferentes claves operacionales: la clave binaria de
la responsabilidad civil es la de riesgo-peligro,
para diferenciar el ámbito de la imputación del agente del ámbito de lo que no
puede imputársele a una persona, dado que la atribución de un resultado depende
de la posibilidad de tomar una decisión o elección racional que produce daños o
evita crearlos. La clave operacional del derecho de seguros es, en cambio, la
de riesgo-incertidumbre,[85]
toda vez que el riesgo asegurable no depende de las decisiones o posibilidades
de elección del tomador, asegurado o beneficiario. El riesgo asegurable no es
el acontecimiento incierto sino las consecuencias lesivas previstas en el
contrato que el acontecimiento incierto pudiera acarrear.
De ese modo es posible definir el
riesgo asegurable como la probabilidad de que se produzca un evento dañoso
previsto en el contrato y que da lugar a que el asegurador indemnice el
perjuicio sufrido por el asegurado o cumpla con la prestación convenida.[86]
El
riesgo asegurable es una probabilidad matemática o estadística, mientras que el
riesgo de la responsabilidad civil es una posibilidad de elección entre
alternativas. Este último depende por completo de la capacidad de decisión del
sujeto; en tanto que aquél es ajeno a la voluntad del tomador, del asegurado o
del beneficiario (artículo 1054 del Código de Comercio).
Ahora bien, como los dos sistemas
obedecen a criterios de adecuación de sentido distintos, se trata de dos
niveles de observación que no pueden confundirse, de suerte que los hechos con
relevancia jurídica valorados en uno de esos órdenes no tienen el mismo
significado jurídico dentro del otro nivel. Confundir el significado de los
conceptos de los dos niveles de indicación quiere decir que no se está teniendo
en cuenta la distinción; lo que derivaría en un argumento inconsistente.[87]
En concreto, hay que admitir que
tanto la responsabilidad civil extracontractual como los seguros de daños
tienen como finalidad indemnizar los perjuicios derivados del acaecimiento de
un hecho incierto. El concepto de indemnización tiene en ambos casos la misma
referencia semántica, es decir reparar, restaurar, resarcir o crear una
situación material (generalmente de carácter pecuniario) equivalente a la que
existiría si el daño no se hubiera producido.
A pesar de que la referencia
semántica es igual, pues en uno u otro caso la indemnización se refiere al mismo hecho de la experiencia
(resarcir el daño ocasionado o mantener indemne o exento de daño); su sentido
no es el mismo en ambos niveles de significado (homonimia construccional), pues
en la responsabilidad civil extracontractual la indemnización se rige por el
principio de reparación integral (artículo 16 de la Ley 446 de 1998), de manera que el juez tiene la obligación de ordenar la indemnización
plena y ecuánime de los perjuicios que sufre la víctima y les son jurídicamente
atribuibles al demandado, con el fin de que éste retorne a una posición lo más
parecida posible a aquélla en la que habría
estado de no ser por la ocurrencia del hecho dañoso. Los seguros de daños,
por su parte, a pesar de estar reconocidos como de mera indemnización, no se
rigen por el postulado de la reparación integral sino por el principio de la
autonomía privada, porque la obligación del asegurador no implica hacerse cargo
de todas las consecuencias lesivas que el siniestro haya provocado, sino
únicamente de aquéllas que estén previstas en el contrato de seguro o la ley,
hasta concurrencia de la suma asegurada (artículo 1079 del Código de Comercio),
y se hayan causado dentro del plazo convenido.
El
límite de la indemnización en la responsabilidad civil son los daños sufridos
por la víctima que logren probarse en el proceso; mientras que en el seguro de
daños es el que resulta de las condiciones del contrato de seguro, los alcances
de la cobertura otorgada y el valor real del interés asegurado en el momento
del siniestro, o del monto efectivo del perjuicio patrimonial sufrido por el
asegurado o el beneficiario (artículo 1089 del Código de Comercio).
Como
puede advertirse sin dificultad, ambos institutos comparten el mismo concepto
de indemnización o indemnidad; pero el sentido de éste no
es el mismo en los dos niveles de observación.
Lo
mismo acontece con los conceptos de daño emergente y lucro cesante, referidos a
la pérdida que sufre el acreedor y a la falta de ganancia –respectivamente–, como
consecuencia del retardo o el incumplimiento del contrato, o bien del daño
ocasionado a la víctima en las obligaciones de origen extracontractual. Aun
cuando ambas nociones se refieren a una idéntica situación en la realidad, no
cumplen la misma función para el instituto de la responsabilidad civil y para
los seguros de daños, por lo que su sentido no es igual en las dos estructuras nivelares.
En efecto, en lo que respecta a la reparación de los perjuicios patrimoniales en la
responsabilidad extracontractual, el daño emergente es la mengua que la víctima
sufre en su fortuna como consecuencia del hecho dañoso, mientras que el lucro
cesante es la frustración de los beneficios legítimos que habría percibido si
hubiera permanecido indemne. Por su parte, en los seguros de daños, incluidos
los de responsabilidad civil contractual o extracontractual (artículo 1127 del
Código de Comercio), el daño emergente es la erogación pecuniaria que tiene que
solventar el asegurado –y en la cual se subroga el asegurador– para indemnizar
todos los daños que haya causado a la víctima, independientemente de la
tipología que les corresponda dentro del sistema de la responsabilidad civil; mientras
que el lucro cesante es el beneficio legítimo que el asegurado deja de recibir
cuando paga a la víctima la prestación que está a cargo del asegurador, lo cual
podría ocurrir, por ejemplo, en los seguros
de reembolso; con la limitación de que en estos casos el lucro cesante
deberá ser objeto de acuerdo expreso, tal como lo prevé el artículo 1088 del
Código de Comercio.
De otro modo no tendría ningún sentido la
indicación que hace la citada disposición cuando advierte que ella surte efectos
“respecto del asegurado”:
«Respecto del
asegurado, los seguros de daños serán contratos de mera indemnización y
jamás podrán constituir para él fuente de enriquecimiento. La indemnización
podrá comprender a la vez el daño emergente y el lucro cesante, pero éste
deberá ser objeto de un acuerdo expreso».
“Respecto del asegurado” quiere
decir, en el contexto del enunciado normativo, dos cosas:
i) que la indemnización tiene que valorarse con
relación al asegurado, o sea que el objeto de este seguro es mantener su
patrimonio indemne o protegido del menoscabo que llegare a sufrir como
consecuencia de los daños ocasionados a la víctima o beneficiario. De ahí que
esta Sala haya
precisado que por medio de esta clase de seguro el amparado tiene «la posibilidad de obtener la reparación del
detrimento que sufra en su patrimonio a causa del acaecimiento del siniestro».[88]
De manera que la indemnización al asegurado no puede analizarse desde la
perspectiva de los rubros que ha de recibir la víctima de la responsabilidad
civil, sino desde el punto de vista de la indemnidad a la que el asegurado tiene
derecho en virtud del contrato de seguro.
ii) que esta especie de
seguros no puede ser causa de enriquecimiento para el asegurado; pero sí puede
serlo –y de hecho lo es– para el asegurador, pues ellos constituyen el objeto
de su negocio o fuente de ganancia.
De lo anterior se concluye que las
distintas tipologías de perjuicios en la responsabilidad civil extracontractual
no tienen el mismo significado en el contexto del seguro de daños, pues lo que para
aquélla son dos conceptos distintos (daño emergente y lucro cesante), en éste
corresponde a un mismo rubro (daño emergente). En estricto sentido, una vez el demandado es
declarado responsable, la condena a resarcir los perjuicios le representa un
daño emergente, en tanto comporta una erogación que se ve conminado a efectuar
y no una ganancia o lucro que está legítimamente llamado a percibir.[89]
2. Ahora bien, es cierto que el artículo 1127 del Código de Comercio
definía en su redacción original el seguro de responsabilidad como aquél que «impone
a cargo del asegurador la obligación de indemnizar los perjuicios patrimoniales
que sufra el asegurado con motivo de
determinada responsabilidad en que incurra de acuerdo con la ley». [Se resalta]
También es
verdad que esa disposición fue modificada por el artículo 84 de la Ley 45 de
1990 (texto que corresponde al vigente), en el siguiente sentido: «El
seguro de responsabilidad impone a cargo del asegurador la obligación de indemnizar
los perjuicios patrimoniales que cause
el asegurado con motivo de determinada responsabilidad en que incurra de
acuerdo con la ley y tiene como propósito el resarcimiento de la víctima, la
cual en tal virtud, se constituye en el beneficiario de la indemnización, sin
perjuicio de las prestaciones que se le reconozcan al asegurado».
De la comparación entre la redacción original de la
norma y la introducida por la Ley 45 de 1990 se concluye que la razón de la reforma
legal fue adicionarle al propósito de este contrato el resarcimiento de la
víctima, quien pasó a ser beneficiaria de la indemnización y titular de un
mecanismo directo para obtener el pago del seguro, dado que en su acepción
primigenia el seguro de responsabilidad civil no era «un seguro
a favor de terceros», por lo que en tal virtud el damnificado carecía
«de acción directa contra el asegurador» (artículo
1133 anterior).
Bajo su concepción original, el único fin de ese
convenio era indemnizar al asegurado por los eventuales costos que tuviera que
pagar a terceros en razón de los perjuicios que les ocasionaran sus acciones u
omisiones antijurídicas. Pero con la entrada en vigencia de la Ley 45 de 1990 esa
situación cambió al ser el resarcimiento de la víctima el propósito principal de
ese contrato. De ese modo, según el artículo 1133 vigente, los damnificados
pasaron a tener acción directa contra el asegurador, sin que ello signifique
que la función de mantener indemne al asegurado haya desaparecido.
Quiso la ley procurar la tutela eficaz de los
derechos del damnificado, pero nada más; de ahí que no hay motivo para afirmar
que desapareció la razón de ser de este tipo de aseguramiento, cual es la de
servir como protección de la indemnidad patrimonial del asegurado, quien
precisamente acude a dicha modalidad para precaverse de las erogaciones
pecuniarias que deba hacer como consecuencia de la responsabilidad civil en la
que incurra.
En esa línea de pensamiento, la jurisprudencia de
esta Sala se ha pronunciado de manera consistente, señalando que la
modificación legal no alteró el objeto ni la finalidad propia del seguro de
responsabilidad. Al respecto, sostuvo:
«Con la reforma introducida por la ley 45 de 1990,
cuya ratio legis, como ab-initio se expuso, reside primordialmente en la
defensa del interés de los damnificados con el hecho dañoso del asegurado, a la
función primitivamente asignada al seguro de responsabilidad civil se aunó,
delantera y directamente, la de resarcir a la víctima del hecho dañoso,
objetivo por razón del cual se le instituyó como beneficiaria de la
indemnización y en tal calidad, como titular del derecho que surge por la
realización del riesgo asegurado, o sea
que se radicó en el damnificado el crédito de indemnización que pesa sobre el
asegurador, confiriéndole el derecho de reclamarle directamente la
indemnización del daño sufrido como consecuencia de la culpa del asegurado, por
ser el acreedor de la susodicha prestación, e imponiendo correlativamente al
asegurador la obligación de abonársela, al concretarse el riesgo previsto en el
contrato…
(…) El propósito que la nueva reglamentación le
introdujo, desde luego, no es, per se, sucedáneo del anterior, sino
complementario, "lato sensu", porque el seguro referenciado, además
de procurar la reparación del daño padecido por la víctima, concediéndole los
beneficios derivados del contrato, igualmente protege, así sea refleja o
indirectamente, la indemnidad patrimonial del asegurado responsable, en cuanto
el asegurador asume el compromiso de indemnizar los daños provocados por éste,
al incurrir en responsabilidad, dejando ilesa su integridad patrimonial, cuya
preservación, en estrictez, es la que anima al eventual responsable a contratar
voluntariamente un seguro de esta modalidad».[90]
Al
mismo tiempo que el seguro de responsabilidad civil resguarda el pago de la
indemnización a que tiene derecho el beneficiario, también protege la
integridad del patrimonio del asegurado.
De modo que una interpretación de la regulación del
seguro de responsabilidad civil que desconozca, suprima o aminore su función
originaria en cuanto a la protección patrimonial del asegurado,
desnaturalizaría el contenido esencial de dicho convenio y particularmente la
función con la que fue concebido por la ley, en demérito de la confianza que el
asegurado deposita en esa modalidad de aseguramiento.
Luego, como el propósito del legislador no fue otro
que otorgarle a los damnificados acción directa contra el asegurador, es lógico
que desde la perspectiva de las víctimas los daños que éstas sufren son
causados por el asegurado. Por consiguiente, para conservar la coherencia de la
redacción del artículo 1127 del Código de Comercio, fue necesario cambiar la
expresión que indicaba que el seguro de responsabilidad «impone a cargo del asegurador la obligación de indemnizar los
perjuicios patrimoniales que sufra
el asegurado», por la actual que establece que dicho contrato «impone a cargo del asegurador la obligación
de indemnizar los perjuicios patrimoniales que cause el asegurado» con ocasión de esa responsabilidad.
Es ostensible que desde la perspectiva de los
damnificados en el nivel de la responsabilidad civil, ellos son quienes sufren
los daños y no quienes los causan. Mas, desde la óptica del contrato de seguro,
los daños que causa el asegurado son los mismos que éste sufre en su patrimonio
cuando queda obligado a pagar la indemnización.[91]
De lo anterior se concluye que no es admisible interpretar
el artículo 1127 del Código de Comercio como si prescribiera que el asegurador
únicamente está obligado a indemnizar los perjuicios patrimoniales que sufre la
víctima como resultado de una condena de responsabilidad civil, sino que hay
que seguir interpretándolo en su acepción original, esto es desde el nivel de
sentido del contrato de seguro, según el cual el asegurador está obligado a
mantener al asegurado indemne de los daños de cualquier tipo que causa al
beneficiario del seguro, que son los mismos que el asegurado sufre en su
patrimonio, tal como se explicó líneas arriba y fue reconocido por esta Corte
en fallo reciente, en el que indicó:
«El perjuicio que experimenta el responsable es siempre de carácter
patrimonial, porque para él la condena económica a favor del damnificado se
traduce en la obligación de pagar las cantidades que el juzgador haya
dispuesto, y eso significa que su patrimonio necesariamente se verá afectado
por el cumplimiento de esa obligación, la cual traslada a la compañía
aseguradora cuando previamente ha adquirido una póliza de responsabilidad
civil.
En consecuencia, los
daños a reparar (patrimoniales y extrapatrimoniales) constituyen un detrimento
netamente patrimonial en la modalidad de daño emergente para la persona a la
que les son jurídicamente atribuibles, esto es, para quien fue condenado a su
pago».[92]
3. El Tribunal, por lo tanto, cometió un error al
negar la condena en contra de la aseguradora llamada en garantía con fundamento
en la interpretación que hizo de los artículos 1088 y 1127 del Código de
Comercio, según la cual la indemnización a su cargo no comprendía el daño moral
inferido a los demandantes por ser de carácter extrapatrimonial, ni el lucro
cesante por ausencia de estipulación expresa.
Al razonar de esa forma, desconoció que los
perjuicios patrimoniales de que trata el 1127 son los que el asegurado causa al
damnificado, es decir los mismos que aquél sufre en razón del pago de la
indemnización a su cargo. De igual manera pasó por alto que el daño emergente
al que alude el artículo 1088 ejusdem no es visto desde la perspectiva
de la tipología de los daños que sufre la víctima según el sistema de la
responsabilidad extracontractual, sino en el contexto del daño que sufre el
asegurado en el nivel de sentido del contrato de seguro.
En
consecuencia, al interpretar erróneamente ambas disposiciones, dejó de aplicar
el artículo 1127 ibidem, incurriendo
de ese modo en una violación directa de las normas sustanciales que denunció el
cargo que se viene examinando.
Por las razones expuestas, prospera el cuarto
cargo, por lo que la sentencia del Tribunal tiene que modificarse en el sentido
de condenar a la aseguradora llamada en garantía al pago de la condena en
perjuicios a favor de los demandantes más los costos del proceso, tal como lo
dispone el artículo 1128 del Código de Comercio; menos el deducible pactado en
la póliza.
III. DECISIÓN
En
mérito de lo expuesto, la
Corte Suprema de Justicia, en Sala de Casación Civil,
administrando justicia en nombre de la República y por autoridad de la ley, CASA PARCIALMENTE la sentencia proferida
el trece de noviembre de dos mil
trece, por la Sala Civil del Tribunal Superior del Distrito Judicial de Bogotá;
y en sede de instancia MODIFICA su
parte resolutiva, que quedará así:
«PRIMERO. REVOCAR la sentencia proferida el 19 de
marzo de 2013 por el Juzgado Noveno Civil del Circuito de Descongestión de
Bogotá.
SEGUNDO. DECLARAR civilmente responsable a Codensa
S.A. E.S.P. por los daños que la muerte del señor José del Carmen Umbarila
Garzón ocasionó a los demandantes.
TERCERO. CONDENAR a Codensa S.A. E.S.P. a pagar a
los demandantes, las siguientes sumas de dinero:
- Para Rita Saboyá Cabrera: $143’497.852
- Para
Luz Evelyn Umbarila Saboyá: $ 53’670.613
- Para
Jheyson Umbarila Saboyá: $
44’642.850
- Para
Joseph Umbarila Saboyá: $ 40’208.645
- Para
Jhon Richard Umbarila Saboyá: $ 40’208.645
-----------------------
Para una condena total de $322’228.605
CUARTO. CONDENAR a la
Aseguradora demandada a pagar solidariamente la totalidad de las anteriores
sumas de dinero más la condena en costas, descontando el deducible de noventa y
nueve mil dólares de los Estados Unidos de América (USD 99.000) que se pactó en
la póliza.
QUINTO. CONDENAR a la
empresa demandada al pago de las costas de ambas instancias. Las de primera,
deberán ser liquidadas por el juzgado de conocimiento. Las de segunda instancia
se liquidarán por Secretaría, incluyendo como agencias en derecho la suma de
$16’000.000».
Sin costas en
casación, ante la prosperidad parcial del recurso extraordinario.
En su
oportunidad, devuélvase el expediente a la Corporación de origen.
Notifíquese.
LUIS
ALONSO RICO PUERTA
Presidente de Sala
MARGARITA
CABELLO BLANCO
(Con excusa justificada)
ÁLVARO
FERNANDO GARCÍA RESTREPO
(Con aclaración de voto)
AROLDO
WILSON QUIROZ MONSALVO
(Con aclaración de voto)
ARIEL
SALAZAR RAMÍREZ
LUIS
ARMANDO TOLOSA VILLABONA
(Con salvamento de voto)
[1] CSJ, Sentencias
del 14 de marzo y del 31 de mayo de 1938; 27 de octubre de 1947; 14 de febrero
de 1955; 19 de septiembre de 1959; 14 de octubre de 1959; 4 de septiembre de
1962; 1 de octubre de 1963; 3 de mayo de 1965; 30 de abril de 1976; 20 de
septiembre de 1978; 16 de julio de 1985; 23 de junio de 1988; 25 de agosto de
1988; 27 de abril de 1990; 22 de febrero de 1995; 25 de octubre de 1999; 14 de
marzo de 2000; 26 de agosto de 2010; 18 de diciembre de 2012; entre otras.
[2] Tal
como ha sido planteada hasta el momento, la teoría es inconsistente porque: 1)
Se dice que la norma contiene una presunción, pero su redacción no tiene la
forma lógica de una presunción legal (si-entonces); 2) No se ha explicado por
qué la presunción de culpa no admite prueba en contrario mediante la
demostración de la diligencia y cuidado; 3) Si sólo exonera la causa extraña,
debe explicarse su diferencia con la responsabilidad objetiva; 4) Si no es
responsabilidad objetiva, debe explicarse por qué sólo exonera la causa
extraña; 5) Si la culpa es irrelevante, debe explicarse por qué sigue
acudiéndose a la incorrección de la conducta en concreto para resolver los
problemas de coparticipación o de exposición de la víctima al daño; 6) No
existe un criterio jurídico general que permita clasificar una actividad como
peligrosa, por lo que este instituto queda sumido en el casuismo y la
indeterminación.
[3] CSJ, SC
del 24 de agosto de 2009, Exp.: 11001-3103-038-2001-01054-04. || SC del 26 de
agosto de 2010, Exp.: 47001-3103-003-2005-00611-01. || SC
del 16 de diciembre de 2010. Exp.: 11001-3103-008-1989-00042-01.
[4] El
nexo causal se explicó en la tradición antigua y medieval en los términos de la
metafísica aristotélica; y en la modernidad se entendió bajo el modelo de la
mecánica clásica lineal y determinista. A la sombra de esos conceptos –indiscriminadamente
mezclados– se erigieron los enfoques causales intuitivos de la dogmática
jurídica (principalmente a partir de los métodos empíricos de Stuart Mill).
[5] Es un
axioma lógico (por tanto universal y necesario, que no depende posturas
filosóficas o doctrinales) que una inactividad no produce ningún efecto en la
experiencia (ex
nihilo nihil fit); por ello la omisión no será antijurídica si no
media un deber de obrar, de actuar positivamente.
[6] La
monocausalidad lineal, rígida o determinista sólo es concebible en condiciones
ideales o para explicar el funcionamiento de los sistemas simples, cerrados y
reversibles de la mecánica clásica; mientras que una causalidad moderada por el
concepto de probabilidad es más apropiada para describir la complejidad de la
naturaleza y la sociedad.
[8] «Maxwell cuestionó el postulado
según el cual dadas las mismas causas (antecedentes) se siguen los mismos
efectos (consecuentes). Además, este postulado sería inaplicable en un mundo
como éste, donde las mismas condiciones no se vuelven a repetir y no hay
exactitud sino aproximación, dado que solamente en los casos en que el estado
inicial se pudiera conocer con perfecta exactitud tienen validez las ecuaciones deterministas de la
mecánica». En: Eugenio ANDRADE. La metáfora del “demonio de
Maxwell” y su repercusión en las ciencias de la complejidad. Derivas de la
complejidad, fundamentos científicos y filosóficos. Bogotá: Universidad del
Rosario, 2012. p. 135.
[9] A
partir de Frege los problemas epistemológicos (como la causalidad) dejaron de
ser parte central de la filosofía, pues ya no interesa estudiar la relación
entre el sujeto cognoscente y los objetos del conocimiento sino que se analizan
las relaciones entre los nombres de los objetos (signos), sus referencias
(fundamento) y su sentido (intérprete); con lo que el análisis de los conceptos
se transformó en un problema de lenguaje. De ese modo la posibilidad de lograr
un conocimiento de las cosas y sus causas dejó de ser un problema relevante
frente a los procedimientos para lograrlo. En: Gottlob FREGE. Sobre Sentido y
Referencia. Compilado en Luis VALDÉS VILLANUEVA, La búsqueda del significado.
4ª ed. Madrid, Tecnos, 2005. pp. 29 y ss.
[10] Equivalencia
de las condiciones (conditio sine qua
non), causa próxima, causa eficiente, causa preponderante, “prognosis póstuma”, etc. En: Isidoro
GOLDENBERG. La relación de causalidad en la responsabilidad civil. Buenos
Aires: Editorial Astrea, 1984. pp. 19 y ss.
[11] Los
métodos de formulación de hipótesis de Hempel, Duhem, Quine,
Carnap y Goodman, terminaron por disolver el problema de la causalidad en cuestiones
lógicas o lingüísticas, con lo que la indagación por las causas desapareció
(sin ser resuelta) del ámbito de la filosofía de la ciencia para quedar
confinada al contexto de la metafísica en el que tuvo su origen.
[12] “(…) una vez que Wittgenstein hubiera radicalizado el giro
lingüístico hasta convertirlo en un cambio de paradigma, las cuestiones
epistemológicas de Hume y Kant pudieron adquirir un nuevo sentido, un sentido
pragmático.” En Jürgen HABERMAS. Verdad y justificación. Madrid:
Trotta, 2002. (Primera edición en alemán de 1999). p. 10.
[13] Para
el estudio del cambio del enfoque causal al probabilístico en la física
moderna, la teoría de la comunicación, la teoría del control, la teoría del
conocimiento y las ciencias sociales, ver: Norbert WIENER. Inventar, sobre la
gestación y el cultivo de las ideas. Barcelona: Tusquets, 1995. pp. 46 y s.s.
[14] La
probabilidad que resulta útil para la construcción de enunciados fácticos no es
una probabilidad estadística de tipo bayesiano porque ésta
sólo informa sobre las frecuencias relativas en que ocurre un evento en una
sucesión dada. Es, en cambio, un razonamiento abductivo que hace posible elaborar
hipótesis o inferencias probables sobre la existencia de un hecho desconocido,
único e irrepetible, pero analizable a partir de un patrón o teoría de
trasfondo que permite observar isomorfismos u homologías entre los hechos de la
experiencia, de los cuales se seleccionan no necesariamente los más comunes
sino los significativamente más representativos. Para un estudio acerca del
razonamiento hipotético o abductivo, ver: Atocha ALISEDA. La
abducción como cambio epistémico: C. S. Peirce y las teorías epistémicas en
inteligencia artificial. || Pablo Raúl BONORINO. Sobre la abducción. Biblioteca
Virtual Miguel de Cervantes Saavedra: Revista Doxa. || Gonzalo GÉNOVA. Charles
S. Peirce: La lógica del descubrimiento. Los tres modos de inferencia. Madrid:
Universidad Carlos III, 1996. || Charles S. PEIRCE. Deducción, inducción e
hipótesis. 1878. (Traducción de Juan Martín Ruiz-Werner). Ibid. Tres tipos de
razonamiento. 1903. (Traducción de José Vericat). || Lúcia SANTAELLA. La
evolución de los tres tipos de argumento: abducción, inducción y deducción.
[15] Aunque
Kelsen nunca contó con una teoría lingüística que le permitiera explicar el proceso
de imputación, sí estaba equipado con una teoría epistemológica kantiana que le
permitió comprender que el conocimiento sobre los hechos jurídicos presupone
categorías normativas, lo que lo llevó a sostener que las proposiciones
descriptivas no pueden ser formuladas sin adoptar un punto de vista normativo.
En: Carlos Santiago NINO. La validez del derecho. Buenos Aires: Astrea, 1985.
pp. 18 y ss.
[16] «Toda interpretación persigue la
evidencia. Pero ninguna interpretación de sentido, por evidente que sea, puede
pretender, en méritos de ese carácter de evidencia, ser también la
interpretación causal válida. En sí no es otra cosa que una hipótesis causal
particularmente evidente». En: Max WEBER. Economía y
sociedad. 3ª ed. México: FCE, 2014. p. 135. (Edición original en alemán de
1922)
[18] El “problema de la causalidad” es una de
las cuestiones de mayor dificultad, a la que pensadores como Hume, Kant, los
miembros del Círculo de Viena, de la Nueva Filosofía de la Ciencia, entre otras
corrientes importantes, dedicaron buena parte de sus investigaciones. Por ello,
en vez de adentrarse en el terreno de la especulación diletante por medio de
alusiones subjetivas, triviales y difusas como “las reglas de la vida, el sentido común, la lógica de lo razonable, la
prognosis póstuma, la conditio sine qua non, el sentido de la razonabilidad, la
razón natural, etc.” –que son conceptos vacíos que sólo se prestan para la
arbitrariedad de las decisiones–, lo más prudente es dejarse guiar por los
progresos alcanzados por las teorías de la ciencia y las lógicas no-clásicas contemporáneas.
De ahí que no sea admisible seguir prohijando la postura que esta Corte asumió
en la sentencia del 26 de septiembre de 2002 [Exp. 6878], porque no refleja el
estado actual del conocimiento científico (pues siguió asumiendo el concepto
filosófico, ontológico o metafísico de causa); no introdujo ninguna evolución
doctrinal (pues simplemente cambió el nombre de “causalidad natural” por el de
“causalidad adecuada” bajo el mismo concepto tradicional lineal-determinista y
con las mismas consecuencias prácticas); no resolvió los problemas de la
“causación” por omisiones y de los criterios de selección de las condiciones
jurídicamente relevantes; y confundió la noción de “previsibilidad, ya objetiva o subjetivamente considerada” (que es
un concepto de la culpabilidad) con la atribución de un resultado a un agente.
[19] Karl POPPER. Realismo y el objetivo de la
ciencia: Post Scriptum a La Lógica de la investigación científica. Vol.
I. Edición preparada por W. W. Bartley III. Traducción de Marta
Sansigre Vidal. Madrid: Editorial Tecnos, pp. 60 y s.s. (Edición original de
1956).
[20] “Hoy es el lenguaje la entidad epistemológica
preponderante. Todo lo que no es naturaleza, podría decirse, es lenguaje. Este
se presenta, por un lado, como la institución humano-social básica, y por otro,
como el comienzo y la culminación del proceso científico”. En: Antonio
HERNÁNDEZ GIL. Estructuralismo y derecho. Madrid: Alianza edit., 1973. p. 17.
[21] Para
un estudio de los fenómenos complejos que no se rigen por la causalidad lineal,
reduccionista, determinista y simplificadora, ver: Carlos Eduardo MALDONADO
CASTAÑEDA. ¿Qué son las ciencias de la complejidad? En: Derivas de la
complejidad, Fundamentos científicos y filosóficos. Bogotá: Universidad del
Rosario, 2012. pp. 7 y ss.
[24] La imputación de un
resultado a un agente a partir de las reglas de adjudicación (imputatio facti) no puede concebirse
como una etapa distinta del análisis de causalidad fáctica, sino como una misma
operación lógica, tal como se explicó en SC-13925 del 30 de septiembre de 2016:
«La imputación, por tanto, parte de un
objeto del mundo material o de una situación dada pero no se agota en tales
hechos, sino que se configura al momento de juzgar: el hecho jurídico que da
origen a la responsabilidad extracontractual sólo adquiere tal estatus en el
momento de hacer la atribución. El imputante, al aislar una acción entre el
flujo causal de los fenómenos, la valora, le imprime sentido con base en sus
preconcepciones jurídicas, y esa valoración es lo que le permite seleccionar un
hecho relevante según el sistema normativo para efectos de cargarlo a un agente
como suyo y no a otra causa». Pensar que primero se hace un juicio de
causalidad natural (“de hecho”) y posteriormente un juicio de imputación (“causalidad
de derecho”), no es más que perpetuar el problema metafísico irresoluble de la
causalidad natural por seguir creyendo que es posible identificar “causas
fácticas” sin criterios de adecuación de sentido jurídico. Parafraseando una
famosa expresión del pensador de Königsberg del que emanan las teorías modernas
de la imputación, podría afirmarse que para el derecho las causas naturales sin criterios normativos son ciegas, pero éstos
sin aquéllas son vacíos. Luego, una teoría coherente de la imputación no
puede presuponer el método de la conditio
sine qua non o cualquier otro recurso intuitivo para el “conocimiento de
las causas naturales”, pues el juez no se halla nunca frente a hechos dados sin
juridicidad dada. Las teorías de la imputación surgieron, precisamente, para
superar ese dualismo que sólo conduce a decisiones relativistas, subjetivistas
o de “sentido común”, y que olvidan que muchos daños se imputan por omisiones o
por hechos ajenos, es decir sin ninguna relación causal o “de hecho” entre el
responsable y la víctima.
[25] «Hechos jurídicos son, por tanto, los hechos
a los que el Derecho atribuye trascendencia jurídica para cambiar las
situaciones preexistentes a ellos y configurar situaciones nuevas, a las que
corresponden nuevas calificaciones jurídicas. (…) Se nos muestra ya, de la propuesta definición de hecho jurídico, que
sería un error concebir el supuesto de hecho como algo puramente fáctico,
privado de calificación jurídica, o como algo materialmente separado o
cronológicamente distante de la nueva situación jurídica que con él
corresponde. En realidad, ésta no es más que un desarrollo de aquél, una
situación nueva en que se convierte la situación preexistente al producirse el
hecho jurídico». Francesco CARNELUTTI. Teoría General del Derecho. Madrid:
RDP, 1955. p. 255.
[26] Sólo
existen tres formas de razonamiento: la deducción, la inducción y la abducción.
Los enunciados probatorios de tipo causal no son una deducción, pues ello
implicaría tener que conocer todas las causas de las cuales se deducen los
efectos que interesan al proceso, y la labor probatoria consiste, precisamente,
en encontrar las “causas” desconocidas jurídicamente relevantes; tampoco es una
inducción porque ésta consiste en hacer una generalización a partir de la
repetición de los mismos hechos, mientras que los hechos que interesa probar en
el proceso son únicos e irrepetibles. Por ello, sólo pueden elaborarse
enunciados causales mediante inferencias abductivas o hipotéticas.
[28] Este
enunciado es elaborado por el juez en la fase de construcción de las premisas
fácticas a partir de los hechos probados en el proceso, y difiere de los
enunciados que las partes postulan en sus alegaciones para persuadir o
convencer al juez mediante relatos
causales: «la parte que formula la
hipótesis afirma que ésta es verdadera; pero que sea verdadera o falsa es una
cuestión que sólo será respondida por el juzgador en su decisión final».
En: Michele TARUFFO. La prueba. Madrid: Marcial Pons, 2008. p. 29.
[29] Tesis de
Duhem-Quine, u holismo confirmacional; según el cual toda observación de un
hecho depende de una teoría de trasfondo que explique suficientemente las
relaciones entre los hechos observados, es decir que todo análisis causal es un
juicio atributivo a partir de un marco de sentido. La Paradoja de Goodman llega
a una tesis más radical al dejar en evidencia que a toda
formulación de hipótesis causal subyace un problema de indeterminación.
[30] Mario
BUNGE. La ciencia. Su método y su filosofía. Pamplona: Laetoli, 2013. pp. 25,
32. (Edición original de 1959)
[31] Hans
KELSEN. Sociedad y naturaleza. Buenos Aires: De Palma, 1945. pp. 10 y
ss.
(Edición original en inglés de 1943).
[32] Hans
KELSEN. “Causalidad e imputación”. En ¿Qué es la justicia? Barcelona: Ariel,
1991. p. 225.
[33] Jürgen
HABERMAS. Verdad y justificación. Madrid: Trotta, 2002. pp. 36, 40, 50, 54,
228, 242. (Primera edición en alemán de 1999)
[34] El
desconocimiento de esta limitación epistemológica condujo a algún sector de la
doctrina a suponer que el problema de la “ausencia de prueba” del nexo causal y
de otros elementos que sólo son demostrables mediante inferencias racionales
construidas por el juez, podía solucionarse atribuyéndole al demandado la
obligación de aportar la prueba diabólica de la inexistencia de tales elementos
mediante una “distribución de la carga de
la prueba”, lo que lejos de resolver el problema lo agravaría por confundir
dos niveles de sentido distintos: el de la elaboración de los enunciados
fácticos y el de la consecuencia lógica entre ellos y la sanción normativa.
(SC9193 del 28 de junio de 2017)
[35] Lógica,
porque la lógica contemporánea ha demostrado que no existe ningún método que
permita conocer las causas que ligan a los acontecimientos, por lo que sólo
pueden elaborarse inferencias hipotéticas; real,
porque la práctica probatoria evidencia que no es posible demostrar las causas
de los hechos mediante pruebas directas aportadas por las partes; jurídica, porque al derecho no le
interesa establecer la causalidad natural sino la causalidad jurídica o imputación, tal como lo expresa el artículo
2356 del Código Civil, que exige el análisis de la responsabilidad en este
ámbito.
[36] El concepto jurídico de imputación es tan antiguo que ya Tomás DE AQUINO
(1224-1274), como máxima autoridad doctrinaria del derecho medieval, aludió a
él en su Tratado de los Actos Humanos: «…se
atribuye el hundimiento de una nave al piloto, porque deja de pilotar. Pero hay
que advertir que lo que se deriva de la falta de acción, porque no actúa, no
siempre se achaca como causa al agente, sino solamente cuando puede y debe
actuar. Pues si un piloto no pudiera dirigir una nave, o no tuviera encomendada
su conducción, no se le imputaría el hundimiento que sucediera por ausencia del
piloto». En: Suma de Teología II. Parte I-II. Cuestión 6:
Lo voluntario y lo involuntario. Madrid: BAC, 1997, p.106.
[39] Para
el criterio pragmático de verdad ver: Charles Sanders PEIRCE.
Collected Papers, Fragmento 5.422. Traducido y citado por Guido VALLEJOS. En
Peirce: Pragmatismo, semiótica y realismo. Universidad de Chile: Cinta de
Moebio Nº 5, abril de 1999.
[40] Ulrich
BECK. La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad. Barcelona: Paidós,
1998. pp. 70 y ss. (Edición original en alemán de 1986) || Niklas
LUHMANN. Sociología del riesgo. 3ª ed. en español. México: Universidad
Iberoamericana, 2006. pp. 140-141. (Edición original en alemán de 1991)
[41] Como la culpa implica
previsibilidad de los resultados, entonces, por necesidad lógica, la
previsibilidad de los resultados no es el criterio distintivo de la
responsabilidad por actividades peligrosas, puesto que ella es irrelevante en este
tipo de responsabilidad. Por eso este instituto resulta idóneo para la
imputación de responsabilidad en las situaciones que generan daños
imprevisibles.
[42] Ulrich
BECK. La sociedad del riesgo global. 2ª ed. Madrid: Siglo XXI. 2006. p. 2. (Primera
edición en inglés de 1999)
[43] Ulrich
BECK. La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad. Barcelona: Paidós,
1998. p. 38. (Edición original en alemán de 1986)
[45] Los
hechos con relevancia jurídica pueden ser operativos o probatorios. Los hechos
operativos son los sucesos de la realidad que dan origen a las distintas
situaciones jurídicas, generalmente no tienen la connotación de litigiosos porque
se dan como existentes por las partes, y cumplen la función de contextualizar
el entramado fáctico que subyace a la controversia. Los hechos probatorios
coinciden con el supuesto de hecho descrito en la proposición normativa y
constituyen el tema de la prueba o conjunto de sintagmas
(constituyentes sintácticos maximales) que integran el enunciado fáctico. El
núcleo sintáctico del sintagma es la palabra que determina las propiedades
estructurales de la expresión, o sea los elementos fácticos de la proposición
normativa que deben quedar demostrados (‘daño’
+ ‘que pueda imputarse’). Los
constituyentes adjuntos (‘a malicia o
negligencia de otra persona’) no son requisitos obligatorios del enunciado
o expresión jurídica, pues no hay necesidad de probarlos (elemento neutro),
aunque pueden ser complementos aclaratorios en el lenguaje natural. Como la
proposición normativa (art. 2356) no exige la demostración de los
constituyentes adjuntos, la consecuencia práctica es presumirlos o darlos por
probados (por transformación deletiva del ahormante básico o entramado
sintáctico subyacente), aunque en la estructura patente o superficial su forma
lexicográfica no se manifieste como una implicación material (si–entonces). Lo
anterior demuestra que la interpretación gramatical de la ley (art. 27 C.C.) no
se agota en el análisis superficial de la proposición normativa en el “lenguaje
natural” (gramática recursiva), sino que es necesario examinar la estructura
profunda y sus componentes transformacionales en el nivel de sentido jurídico
(lenguaje regular o gramática libre de contexto). Acerca de la distinción entre
la estructura patente o superficial y la estructura latente o ahormacional de
las oraciones, y los subcomponentes transformacionales, ver Noam CHOMSKY y
George MILLER. El análisis formal de los lenguajes naturales. Madrid: Alberto
Corazón Editor, 1972. pp. 87 y ss. (Original en inglés de 1963); Noam CHOMSKY.
Lingüística cartesiana. Madrid: Gredos, 1969. pp. 78-110. (Original en inglés
de 1966) || Para la simplificación de las gramáticas de mayor a menor
complejidad en la Jerarquía de Chomsky mediante la eliminación de elementos
indeseables o inútiles, ver John E. HOPCROFT y otros. Teoría de autómatas,
lenguajes y computación. 3ª ed. Madrid: Pearson, 2007. pp. 218 y s.s.; Elena
JURADO MÁLAGA. Teoría de autómatas y lenguajes formales. Universidad de
Extremadura: 2008. pp. 24 y s.s.
[46] El primer orden (o
entorno) lo constituyen las observaciones que realizan las personas por fuera
del ámbito del derecho civil, sin tener en cuenta las normas que adjudican deberes
de acción o señalan patrones de conducta, que son las claves operacionales del
nivel de explicación jurídica o adscripción. Esta diferencia expresa una dependencia contextual de las distinciones,
por lo que no se trata de un límite material que aparta al juez de “la realidad
social”, pues simplemente es un recurso conceptual para explicar los hechos de
la realidad que tienen relevancia jurídica. Al derecho no le interesan los
“hechos brutos” sino los “hechos jurídicos”, es decir los
hechos reales que al ser valorados a partir del marco de sentido jurídico
adquieren la connotación de hechos con relevancia jurídica, tal como lo
concibiera Betti con su noción de fattispecie
o ‘calificacuón
jurídica del supuesto de hecho’ para informar el modo como funciona la norma de
derecho respecto a la realidad social. Este es el mismo concepto que
posteriormente amplió en la Teoría General de la Interpretación (1955), que junto
con las nociones de estructura del sistema normativo e interpretación, constituye
el eje fundamental de su hermenéutica jurídica. En: Emilio BETTI, Teoría
General del Negocio Jurídico. Granada: Comares, 2010. pp. 4-5 (Edición original
en italiano de 1943). || Ibíd. Teoría de la Interpretación Jurídica. Santiago:
Ediciones Universidad Católica de Chile, 2015. pp. 78 y ss. || Francesco
CARNELUTTI, Teoría General del Derecho. Madrid: Revista de Derecho Privado,
1955. p. 255.
[47] Hans
KELSEN. “Causalidad e imputación”. En ¿Qué es la justicia? Barcelona: Editorial
Ariel, 1991. p. 226.
[48] Tal distinción
ya estaba presente en las teorías jurídicas de GROTIUS y KANT, y se consolidó
en el siglo XVIII con la obra de Joachim DARIES, quien a partir de ella
estableció la diferencia entre “imputatio
facti” e “imputatio iuris”, que
ha servido para la distinción entre “decisión
rules” o “principles of adjudication”,
y “conduct rules”. En:
Joachim HRUSCHKA. Imputación y derecho penal. Reglas de comportamiento y reglas
de imputación. 2ª ed. Buenos Aires: Euros editores, 2009. pp. 12 y s.s. || El
concepto de “regla de adjudicación” de la tradición continental europea no debe
confundirse con el significado de esa categoría en el pensamiento de H.L.A.
HART.
[49] Este marco normativo
no significa “normativismo” o “logicismo deductivo” porque no alude a
la fase de aplicación de la ley al caso concreto para deducir la consecuencia jurídica prevista en la proposición
normativa (applicatio legis ad factum), ni mucho menos
a la validez de la norma a partir de una norma superior que regula su
producción (que es el significado estricto del positivismo normativista), sino
a la fase de elaboración de los enunciados sobre los hechos que interesan al
proceso; por lo que no puede afirmarse que estas normas son “aplicables” para la solución del caso,
o que sirven para hacer un “juicio de subsunción”,
pues no se está haciendo uso de ellas como proposiciones normativas (dado que
en esta etapa sus consecuencias jurídicas –si es que las tienen– son
irrelevantes), sino como claves operacionales para atribuir el daño a un agente
mediante inferencias hipotéticas. Luego, carece de sentido tildar la imputación
de positivismo normativista o “logicismo”, porque ningún normativismo podría sustentarse en
razonamientos abductivos o en las lógicas no-clásicas de los sistemas complejos
con propiedades emergentes, que son las lógicas creativas idóneas para la
construcción de los enunciados fácticos. Para la distinción entre norma y
proposición normativa ver: Juan Carlos BAYÓN. Sobre el principio de prohibición
y las condiciones de verdad de las proposiciones normativas. En: Problemas
lógicos en la teoría práctica del Derecho. Madrid: Fontamara, 2011. p. 27. ||
Para la ambivalencia sintáctica y semántica entre el concepto de norma como
acto y como significado: Luigi FERRAJOLI. La lógica del derecho. Madrid: Trotta,
2017. pp. 99 y ss.
[50] Después
del giro lingüístico, del giro hermenéutico, de las
teorías de sistemas y de las ciencias cognitivas y de la complejidad, pudo
entenderse que no es posible describir hechos puros en “la realidad”, sino que
cada observador comprende los fenómenos según las preconcepciones o criterios
de adecuación de sentido del contexto o sistema en el que se ubica; lo que
otorga significado a la noción de hecho con relevancia jurídica. Para la
integración del contenido descriptivo
y del contenido sistemático de los
conceptos clasificatorios ver: Carl HEMPEL. La explicación científica. Estudios
sobre la filosofía de la ciencia. Buenos Aires: Paidós, 1979. pp. 157 y ss.
[51] No
pueden confundirse los dos niveles normativos: el derecho de la responsabilidad
civil sólo valora las reglamentaciones en retrospectiva como criterio de
atribución del daño a un agente; mientras que cada contexto social, profesional
o técnico prescribe tales reglamentaciones para regular el comportamiento de
las personas prospectivamente, pudiendo imponer sanciones por su simple
infracción aunque no se produzca un daño, como por ejemplo, por violar una
señal de tránsito.
[53] Todo
daño indemnizable tiene que ser una ‘consecuencia’ de la conducta del agente,
por lo que la diferenciación analítica (de primer nivel) entre daño-evento y daño-consecuencia no sólo carece de utilidad sino que limita ese
concepto a sus repercusiones materiales, desconociendo que un daño es la
vulneración de un bien jurídico ajeno desde una observación de segundo nivel a
la que es inherente, además de la indemnización de los perjuicios
patrimoniales, la función de garantía
débil de los derechos constitucionalmente establecidos (FERRAJOLI, Op. cit.
pp. 73-75). Ubicados dentro del sistema de la responsabilidad
civil extracontractual, los resultados de una conducta que no son merecedores
de indemnización no revisten ningún interés, aunque bien pudieran tenerlo para
otros efectos sociales o jurídicos: no sería, en suma, el daño como elemento normativo de los distintos tipos de
responsabilidad civil. Por ello, carecería de todo sentido afirmar que esta
área del derecho toma en consideración lesiones a bienes jurídicos que no son
resarcibles, o que existe alguna diferencia funcional entre un daño, un
perjuicio, una lesión, un menoscabo o un detrimento. Lo importante no es el
nombre que se le asigne al concepto –como si fuese una idea platónica con
existencia propia e indiscutible–, sino que sepa diferenciarse el nivel de
sentido desde el cual se valora este elemento como hecho con relevancia
jurídica. Mucho menos es dable confundir la antijuridicidad del
daño con la antijuridicidad de la conducta del agente, por lo que es lógicamente
inconsistente identificar la vulneración de un bien jurídico ajeno (cualquiera
que sea) con una especie de ‘daño
punitivo’, al estar la categorización del daño en un nivel de sentido
distinto al de la punibilidad de la conducta.
[55] La
dualidad prohibido/permitido sólo podría ser aplicable al derecho sancionador y
no es ni puede ser una norma de clausura del sistema de la responsabilidad
civil (que se rige por el principio de tolerancia), ni del sistema jurídico en
su totalidad, según la lógica deóntica de Von Wright. En: Victoria ITURRALDE
SESMA. Consideración
crítica del principio de permisión según el cual «lo no prohibido está permitido». Universidad del País Vasco:
Anuario de filosofía del derecho nº XV. Enero de 1998. pp. 187 y ss.
[56] Las
normas que imponen deberes de comportamiento –que prescriben
un “tener que” coercitivo dentro de cada ámbito social, profesional o técnico–,
no son reglas de acción en sentido
clásico para el derecho de la responsabilidad civil extracontractual, pues en
esta área del derecho sólo cumplen una función como presupuesto de adecuación
de sentido (clave operacional) para asignarle al agente la autoría de sus actos
dentro de un campo de significación coherente.
[57] Sostener
que el riesgo permitido funciona como criterio para hacer el juicio de
atribución no pasa de decir que la categorización de una conducta como no
permitida es el resultado de la imputación y no su fundamento, pues el proceso
de atribución únicamente se da si la conducta del agente se califica como jurídicamente
relevante según el ordenamiento. De ahí que sea un concepto vacío.
[58] Para
distinguir las categorías jurídicas (modelos abstractos) se emplea el cálculo
matemático de las formas de Spencer Brown, quedando el nivel menos exigente en
el extremo más superficial (superior-derecha) del lado marcado.
[59] El caso fortuito, que
en el derecho premoderno se identificaba con la irresistible voluntad de Dios
(según Heineccio) y en el derecho moderno se equiparó a los daños imprevisibles
generados por la conducta del agente, no cumple ninguna función en los eventos
en que los deberes de prudencia son irrelevantes. En los tipos de
responsabilidad que se rigen por el deber absoluto de no causar daños
(objetiva), o de evitabilidad de los riesgos (actividades peligrosas), y
prescinden del criterio de previsibilidad de las consecuencias, el caso
fortuito entendido como resultado imprevisible de la creación de riesgos
propios, no es ni puede ser una causa extraña eximente de responsabilidad
civil.
[60] La
historia de las ideas jurídicas evidencia que el proceso de
atribución de responsabilidad requiere hacer la distinción entre el suceso
(acto) y el aspecto generador de las acciones (potencia), lo que permite
mantener separadas de modo adecuado las cuestiones acerca de la realización del
suceso y la imputabilidad. En: Michael QUANTE. El concepto de acción en Hegel.
Barcelona: Anthropos, 2010. p. 16.
[61] Esta
distinción se asienta en la tradición jurídica moderna, según se explicó en la
nota al pie nº 48.
[63] El
concepto de ‘libre elección’ como
nivel mínimo en la escala de los actos humanos que se rigen por
un fin (actio libera in se o
volición) no puede confundirse con el ‘libre
albedrío’ como resultado o voluntad máxima para un fin (actio libera in sua causa o
voluntariedad), según los distintos grados de la voluntad en Aristóteles, Tomás
de Aquino y Pufendorf. Tampoco puede confundirse con la noción de ‘libertad intencional’ que la filosofía del sujeto moderna concibió
como fundamento interno de las acciones (en la filosofía moral y la teoría del
derecho penal), y mucho menos es pertinente mezclarlo con otros conceptos de
libertad propios de la teoría política. La distinción es imprescindible para la
comprensión de los criterios de atribución de responsabilidad civil como
procesos que explican su validez a partir de la funcionalidad de la norma y
prescinden de toda fundamentación filosófica o psicológica en la dimensión
anímica o interior del sujeto, aún en los casos de responsabilidad por
culpabilidad; pues la culpa civil (como infracción de los deberes objetivos de
cuidado) se mide a partir del parámetro objetivo del hombre prudente (buen
padre de familia), por lo que nunca ha requerido de nociones espiritualistas.
Dado que no entraña la idea filosófica de “conciencia intencional”, el concepto
jurídico aristotélico-tomista de libre elección o libertad mínima es útil para
entender la asignación igualitaria de responsabilidad civil a todos los sujetos
de derechos y obligaciones (sistemas psíquicos, o sistemas no psíquicos u
organizativos) que se encuentran en un mismo nivel de imputación. En las
teorías contemporáneas de la decisión, el control y la comunicación (cibernética),
la elección libre como posibilidad de escoger una opción entre varias
alternativas, no implica una absoluta racionalidad de la acción con arreglo a
fines últimos (teleológica) sino que se trata de una mera racionalidad
instrumental de medios a fines. Para un estudio más profundo de la
compatibilidad entre algunos aspectos de la tradición aristotélico-tomista y el
pensamiento cibernético ver: Charles DECHERT. Cybernetics and the Human Person. International Philosophical Quarterly.
Vol. 5, febrero de 1965. pp. 5-36. ||
Vittorio FROSINI. Cibernética, derecho y sociedad. Madrid: Tecnos, 1982. pp.
106 y ss. (Primera edición en italiano de 1978)
[65] Las consecuencias de tal decisión pueden ser previsibles o imprevisibles,
deseadas o sin intención, porque la intencionalidad y la previsibilidad de los resultados no son presupuestos
sintácticos de la imputatio facti, sino
de la imputatio iuris, propia de la
responsabilidad por culpabilidad.
[72] El
peligro, que estaba fuera de la línea de distinción por ser incontrolable,
ahora, al quedar marcado (indicado) por las claves de “controlabilidad”
y “evitabilidad”, se convierte en un
riesgo de la víctima por cuanto ésta puede controlar y evitar no exponerse al
daño con imprudencia. Por ley de re-entry
del cálculo matemático de las formas de Spencer Brown, la operación de contracción
es válida.
[73] Esta
última posibilidad no está prevista en la ley, pero la laguna normativa se
llena con el enunciado primitivo (categoría primordial) que afirma que el
riesgo creado por la víctima no puede atribuírsele al demandado,
independientemente de que haya mediado o no culpa por parte de aquélla. Al ser
un axioma del instituto de la responsabilidad civil, es una regla implicada (impregnada)
en cada posibilidad de decisión (por la regla
de dominación del cálculo de las formas), por lo que no hay ninguna
necesidad de acudir a argumentos por analogía, principios generales del
derecho, equidad, sentido común, naturaleza jurídica del instituto, naturaleza
de las cosas, razón natural, dudosos métodos de ponderación, etc., para cumplir
las pretensiones de completitud (o compleción) e integralidad del sistema. Para
un concepto riguroso de laguna normativa ver: Carlos ALCHOURRÓN y Eugenio
BULYGIN. Sistemas normativos. 2ª ed. Buenos Aires: Astrea, 2013. pp. 11 y ss.:
pp. 222 y ss.
[74] Un
caso para cada una de las cuatro posibilidades que conforman el universo de
soluciones de las situaciones fácticas de autoría o participación, con o sin
culpa, de la víctima en su propio infortunio.
[75] Al
ser la imputación un fenómeno de complejidad no-lineal, no-monocausal y no-determinista,
el razonamiento lógico que ha de utilizarse para la elaboración de enunciados
de atribución del daño al agente o a la víctima es la abducción, por lo que la
imputación es un asunto práctico probatorio que se resuelve a partir del rango
de posibilidades de elección conformado por el riesgo que creó cada uno de los
que intervinieron en el desencadenamiento del daño según las normas de
adjudicación a ellos dirigidas. De ahí que el proceso de imputación no se vale
de la implicación material (deducción) propia de la causalidad lineal, rígida o
determinista; lo que impide calificarlo como “logicismo”.
[76] No se trata de una definición exhaustiva que “infiere” un concepto de otro
hasta llegar a un principio “fundante”, o de un criterio de sustitución
circular por sinonimia y analiticidad, ni mucho menos de ilustraciones u
opiniones de mera autoridad o repetición por tradición; sino de una distinción
de tipos conceptuales que se construye de manera no jerarquizada (ni deductiva
ni inductiva sino heurística), a partir de la función que cada concepto
desempeña dentro de la estructura sintáctica del sistema en el que opera, por
lo que no se acude a ninguna distinción trascendental o extrajurídica. El único
a priori posible es inmanente a la
estructura del sistema que se autogenera en su propia conformación sintáctica y
referencia semántica, que no reproduce todos los aspectos y matices posibles
del concepto que pretende describirse sino únicamente aquéllos que el sistema
jurídico toma en consideración para el propósito práctico de la imputación, con
lo que se garantiza la validez intersubjetiva de la definición sin caer en la
indeterminación de la hermenéutica, la vacuidad típica del positivismo legalista
y logicista, o el particularismo del realismo jurídico decisionista.
[77] Para
un estudio de los distintos ámbitos de validez de las normas, ver: Eduardo
GARCÍA MÁYNEZ. Introducción a la lógica jurídica. México: Fontamara, 2007. p.
29.
[78] Sólo la
responsabilidad por culpabilidad es derrotable por la
adecuación de la conducta del agente a los deberes específicos de diligencia y
cuidado. En la responsabilidad por actividades peligrosas basta que el ordenamiento
le adjudique normas que describen la posibilidad
de adecuar su conducta a los deberes de evitación de daños, para que sea
obligado a indemnizar los perjuicios que ocasionó.
[79] Es
necesario llenar la laguna normativa, pues no hay ley positiva que regule esta
situación, sin que pueda equipararse por analogía a los casos cobijados por el
artículo 2357 que, por presuponer la valoración de la culpa de la víctima, no
puede regular los casos en que ésta sufre el daño en ejercicio de una actividad
peligrosa.
[81] Resolución número
1555 del 30 de julio de 2010, emanada de la Superfinanciera.
[82] Niklas
LUHMANN. Sociología del riesgo. 3ª ed. en español. México: Universidad
Iberoamericana, 2006. p. 53. (Edición original en alemán de 1991)
[83] El
significado de probabilidad matemática surgió en la segunda mitad del siglo
XVII con los estudios sobre probabilidades de Pierre de Fermat, Blaise Pascal y
Girolamo Cardano; perfeccionándose con el criterio de predecibilidad
determinista de Laplace. Antes de esa época la locución latina ‘probabilis’ (del latín ‘probo’ como
bueno o digno de admiración) tenía un único significado como acción socialmente
aceptable, admisible, aprobable o estimable. Ver Agustín BLÁNQUEZ FRAILE.
Diccionario latino-español. Barcelona: 1950. p. 914.
[84] Para
una explicación económica del riesgo ver: Frank KNIGHT. Risk, Uncertainty and
Profit. New York: Sentry Press, 1964. pp. 197 y ss. (Edición original de 1921)
[85] Si
el riesgo asegurable depende de la absorción o disminución del margen de
incertidumbre, o sea de la probabilidad cuantitativa de reducir la
incertidumbre; entonces el término contrario no es la seguridad o certeza (que
son conceptos vacíos) sino el aumento de incertidumbre.
[86] Domingo
LÓPEZ SAAVEDRA. Tratado de derecho comercial: Seguros. Buenos Aires: La Ley,
2010. pp. 55 y ss.
[87] Por el Teorema de Distinción del cálculo de las
formas, la diferenciación es lógicamente necesaria. George SPENCER-BROWN.
Laws of forms. New York: The Julian Press, 1972. pp. 19.
[89] La
diferencia de sentido hace posible que lo que en un nivel es un lucro cesante, pase
a ser un daño emergente en otro contexto, sin que se viole el principio lógico de
no-contradicción, pues éste sólo informa sobre la incoherencia de conceptos
contradictorios al mismo tiempo y en el mismo sentido. Por ley de re-entry del cálculo de las formas, la
operación de contracción es válida.
[90] CSJ SC,
10 Feb. 2005, Rad. 7614; en igual sentido CSJ SC, 10 Feb. 2005, Rad. 7173 y CSJ
SC, 14 Jul. 2009, Rad. 2000-00235-01.
[92] CSJ SC20950 del 12 de
diciembre de 2017, aprobada en Sala del 15 de agosto de 2017. Rad.: n°
05001-31-03-005-2008-00497-01.